Este fin de semana vi la película El espía inglés (2020), de Dominic Cooke. En ella, Benedict Cumberbatch encarna a un ingeniero británico dedicado a la exportación, que, por circunstancias del destino, se ve empujado a ejercer de espía amateur al servicio de Su Majestad en la ciudad de Moscú. La trama se desarrolla durante la crisis de los misiles entre Estados Unidos y Rusia. Las tensiones se debían, entre otras cosas, a la ceguera estadounidense respecto a la potencia militar de la URSS. Si todo eran faroles, Kennedy podía tensar la cuerda un poco más y emprender alguna acción disuasoria. Pero si la cosa iba en serio, se desencadenaría una guerra nuclear, con todo lo que eso significaba.

Me recordó, de alguna manera, a la situación que vivimos, en la que Rusia amenaza a Ucrania, y Estados Unidos no sabe cuánto enseñar los colmillos. Ahora no están en juego cabezas nucleares. Sin embargo, con las economías convalecientes, la inflación creciendo, la neblina de la incertidumbre invadiendo el aire que respiramos, la verdadera amenaza es económica.

Parece lógico que la primera "agresión" preventiva no sea violenta sino económica. Así que, Estados Unidos y sus aliados occidentales, en general, se ha apresurado a amenazar con sanciones económicas si Rusia no depone su actitud. Pero, ¿quién tiene verdaderamente más poder? ¿Es todavía la economía estadounidense superior a la rusa? Una estaría tentada a responder afirmativamente a esa pregunta, casi a ciegas. Sin embargo, la lectura de lo que los expertos en geopolítica internacional transmiten una inquietud severa. La perspectiva es, cuanto menos, preocupante.

Rusia amenaza a Ucrania, y Estados Unidos no sabe cuánto enseñar los colmillos

El analista Dmitri Alperovitch, presidente de Silverado Policy Accelerator, exponía en redes sociales a qué se expone Occidente. Porque, como afirma Ana Palacio en su artículo Órdago de Putin a Occidente, es el propio Putin quien emplea ese término, como hizo el Kremlin durante la Guerra Fría. Una elección con carga de profundidad porque implica que su amenaza no se dirige solamente a Ucrania y Europa sino que va más allá.

Alperovitch señala una lista de materias primas esenciales para la producción de bienes de gran valor añadido para nuestras economías que podrían ser retenidas por Rusia como réplica a las sanciones occidentales.

Por ejemplo, el paladio, que se emplea en el sector de la automoción, la electrónica y la medicina y que es importado de allí en un 35%. O el titanio, empleado en la fabricación de los Boeing, de momento fuera de peligro, pero no por mucho tiempo. O el nitrato de amonio, fertilizante empleado en agricultura en todo el mundo, dos tercios de cuya producción global es rusa. Y no hay que olvidar el neon empleado en la producción de semiconductores producidos en Estados Unidos e importados en un 90% de Ucrania.

El columnista de Bloomberg, Javier Blas, añade, por si eso fuera poco, el trigo y el aluminio. Y no se han mencionado los productos derivados del petróleo o el daño indirecto que supondría que Rusia se dedicara a cizañar a otros países como Irán, con los que convivimos en un difícil equilibrio.

No ayudan nada los rumores que vienen de Hong-Kong y que apuntan a nuevas restricciones e interrupciones en las cadenas de suministro.

¿Quién tiene más que perder en este mus (parafraseando a Ana Palacio)? ¿Qué población está más curtida y experimentada en escaseces, en obedecer y salir adelante, en apretar los dientes y aguantar lo que sea? La Occidental, no. Nosotros estamos criados entre algodones. Acabamos con las existencias de papel higiénico del Mercadona a la mínima. No tenemos ese espíritu riguroso y austero que sí tenían (y tienen) muchos españoles de la guerra y la posguerra. La opulencia nos ha hecho blandos.

Así que, en un pulso, los rusos están más preparados porque necesitan menos. Pero ¿su punto de partida se sitúa en el mismo deterioro económico que el nuestro? ¿O su población está más empobrecida y más al límite? Tal vez eso nos va a salvar si estallan las hostilidades.

La situación está como la mar arbolada, que, tal y como señala Mónica Fernández-Aceituno en su Diccionario de la Naturaleza, es la mar cuyas olas son tan altas como los árboles, "tiene olas de entre 6 y 9 metros y mucha espuma volando con el viento". Y eso somos nosotros, la espuma que vuela en el viento.

Porque mientras todo esto sucede, en lugar de prepararnos fortaleciendo el bolsillo de ciudadanos y empresas, que levantan el país, nuestro Gobierno social-comunista pone en marcha un rosario de impuestos que van a flagelar las economías de todos los españoles, ricos, pobres y medianos.

El principal partido de la oposición se marca un Cameron y convoca elecciones anticipadas en Castilla y León para perderlas. Y, como no podía ser menos, una vez pasado el tema estrella de Eurovisión, la atención de los españoles se dirige a ver quién es más facha, si los azules o los verdes, o a si desaparecen los naranjas y los morados. Y, como suele suceder, todos han ganado. Especialmente Tezanos.

El deterioro del mercado de trabajo fruto de la no-reforma laboral, de la que lo mejor que se puede decir es "podría haber sido peor", se va a hacer patente. Es sólo una hipótesis y ojalá que equivocada. Lo que es una realidad es la decisión de The Economist de tirar de las orejas al gobierno de Sánchez por el escándalo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

Una decisión cuestionable, porque ese ovillo lo han embrollado todos los partidos políticos que han peleado por una silla en el CGPJ. Pero que se une a las sentencias del Tribunal Constitucional señalando en rojo la prolongación del encierro decretado por Sánchez en el 2020 y aplaudido por sus cómplices (itambién Ciudadanos). No hay ceses, bajas ni dimisiones. Todos en sus puestos cobrando de nosotros, los agredidos. ¿Cómo se va a esperar prevención y sensatez ante lo que pueda pasar en Ucrania? Poco nos pasa.