Uno de los detonantes de lo que se conoce como Revolución Industrial fue el uso de una energía diferente en la industria textil, o en la minería. La energía de vapor era más eficiente que el agua y el viento y menos cara que la energía animal y humana. Luego llegó el motor de explosión, y el descubrimiento de diferentes tipos de energía que facilitaron y abarataron la producción de bienes y servicios a los humanos.

A lo largo del siglo XX, también hemos vivido guerras protagonizadas de manera más o menos indirecta por la energía, especialmente procedente del petróleo y el gas. No hay más que recordar Irak, Siria, Nigeria, Sudán del Sur o Ucrania. También se produjo la aparición de una energía más limpia, eficiente y barata: la energía nuclear. No obstante, el descubrimiento y difusión de esta nueva manera de generar energía traía, como todo lo que procede del ser humano, un reverso menos amable. Todos los avances tienen su cara B.

A pesar de ello, la esperanza depositada en la energía nuclear en el último tercio del siglo pasado se explicaba, al menos en parte, como fruto del deterioro económico global desencadenado por la crisis del petróleo de 1973 y su secuela de 1978. Que los principales países productores de petróleo pudieran apretarle las clavijas a las economías de los demás países por razones políticas o de cualquier otra índole era un peligro que no debía repetirse. Las consecuencias fueron muy graves. La energía nuclear descentralizaba el poder energético.

A pesar de esa experiencia, en nuestro siglo, la energía nuclear no tiene buena prensa por razones (dicen) ecológicas. Como si cualquiera de las energías empleadas por el ser humano hubiera sido perfecta alguna vez. Como si nuestra sofisticada sociedad cada vez más tecnologizada no perjudique el medioambiente, incluso en aquellas innovaciones más verdes. Los molinos que generan energía eólica, o la explotación de las tierras raras, son dos ejemplos.

Al igual que sucede a nivel orgánico, nuestra vida como sociedad también gira alrededor del consumo, la oxidación, la gestión de residuos. La innovación en energía se encamina, desde siempre, hacia una producción eficiente y barata, para que sea accesible al común de los mortales, y cuyos restos se puedan almacenar de la mejor manera, y sean lo menos contaminante posible. Un difícil equilibrio.

Equilibrio

Pero, hoy, ese equilibrio está seriamente cuestionado. El precio de la electricidad, en escalada desde hace meses en España, pero también en Francia, ha empujado a los ministros Calviño y Le Maire a pedir cambios en el mercado energético europeo, porque estos dos países no se adaptan.

En el caso de España, una terrible regulación empuja el precio de la luz y del gas natural a sus máximos históricos, poniendo sobre el tapete si, en estas circunstancias, tiene sentido apostar por las energías verdes, caras, y sin madurar.

Nunca es una pérdida de tiempo recordar la importancia de la emancipación energética para lograr una economía no dependiente de los demás países. Todos los hogares y las empresas, y por ende, el gobierno, tienen más amplitud de movimiento si la energía es accesible que si es cara: se trata de un coste fijo ineludible. La idea de aumentar nuestra producción de energía nuclear, que es una opción real, barata y limpia, ni se plantea por razones de lobbismo político. Queda fatal. Mejor comprársela a los vecinos que no aparecer en la escena internacional como los más verdes de la pandilla.

Sin embargo, esa no es la única amenaza que se vislumbra en el horizonte energético español, y mundial, antes del final del año que vivimos. La pandemia ha traído un desajuste al comercio internacional, del que hablamos varios analistas en los medios desde hace varias semanas, y que está generando expectativas de inflación más serias de lo que parecía hace un mes.

Escasez de productos

Ya se maneja como nueva normalidad la escasez navideña de productos, especialmente producidos en China, que va a afectar a todos. Por ejemplo, ayer el periódico New yorkTimes mencionaba la “bola de nieve” que está ya frenando el mundo editorial: los retrasos en los envíos, las copias de seguridad de las impresoras y la escasez de trabajadores están obligando a los editores a posponer los nuevos títulos y dejando a los libreros sin stock de algunos antiguos. La complicada interrupción en la cadena de suministro global, que ha afectado a todo, desde el sector del automóvil, hasta lavavajillas y suéteres, ahora ha llegado al mundo de los libros, justo en la temporada navideña. La peor.

La previsible subida de precios, sin duda va a repercutir en el porcentaje del presupuesto familiar y empresarial destinado al consumo. Con los precios de la energía en pleno ascenso al K2, lo más seguro es que el ciclo se retroalimente y nos encontremos, de nuevo, con la pinza “escasez de oferta-escasez de demanda” tan complicada de deshacer.

Y no he mencionado la posible decadencia de la economía china, ni la prevención de los inversores hacia la inestabilidad española, que ya Garamendi ha señalado, ni el lastre del mercado de trabajo que sigue presente aunque no lo miremos.
En esta situación ¿puede la Unión Europea hacer algo para solventar nuestra complicada situación? No tengo mucha esperanza. Los ciudadanos estamos descontando que los fondos europeos van a ir a los temas de la agenda política, no a los problemas reales. Una pena, porque, bien gestionados, podrían ser una oportunidad para dar un gran paso en la buena dirección.

¿Qué nos queda? Apretarnos el cinturón, ahorrar (o aprender a ahorrar, quien no tenga esa sana costumbre), y, sobre todo, recuperar la sensatez económica, más allá del escaparate.