Las autoridades municipales de Cambridge, la ciudad de Massachusetts conocida, entre otras cosas, por albergar universidades tan prestigiosas como Harvard o el MIT, ha tomado la decisión de imprimir unas etiquetas adhesivas en color amarillo chillón para ser pegadas en los surtidores de las gasolineras, en las que se advierte de que "la combustión de gasolina, diésel y etanol tiene importantes consecuencias para la salud humana y el medio ambiente, incluida la contribución al cambio climático".

La etiqueta, que también es utilizada en Suecia, recuerda claramente a la que ya estamos completamente acostumbrados a ver en los paquetes de tabaco, y persigue el mismo propósito: provocar la sensación de que alguien, mediante un gesto tan habitual y cotidiano como llenar el depósito de su vehículo, está de alguna manera rompiendo una norma o violando alguna ley.

Por supuesto, este tipo de etiquetas no están destinadas a salvar el mundo ni a evitar que las personas llenen el depósito, y sería completamente estúpido pensarlo así, pero sí buscan que en cada uno de esos gestos, los usuarios puedan evaluar su posición con respecto a la emergencia climática, y plantearse opciones que promuevan una movilidad más sostenible para evitarla.

Hace ya muchos años que ese tipo de etiquetas están en los paquetes de cigarrillos y eso no ha hecho que muchas personas - aún demasiadas - dejen de fumar, pero sí han conseguido que la actitud de la sociedad con respecto al tabaco haya cambiado sensiblemente, y haya pasado de ser un producto considerado atractivo y cool a ser el sinónimo de una profunda estupidez o una irresponsabilidad. 

Hace no tanto tiempo, la publicidad de tabaco estaba por todas partes, buscaba crear connotaciones de estilo, y hasta pagaba a algunos médicos para que promocionasen sus productos. Tras años de campaña, el consumo se ha reducido mucho, y nadie que enciende un cigarrillo es ajeno a los efectos que ese consumo tiene en su salud y en la de las personas que le rodean. 

Plantearse los combustibles fósiles como un problema similar al tabaco resulta muy interesante y sin duda provocativo

Plantearse los combustibles fósiles como un problema similar al tabaco resulta muy interesante y sin duda provocativo. En la práctica, hablamos de gestos -encender un cigarrillo o llenar el depósito- que tenemos completamente normalizados desde hace generaciones, y a los que cuesta asociar una connotación negativa tan fuerte como la que realmente tienen.

Los dos problemas, en realidad, comparten similitudes: a pesar de las advertencias de la totalidad de la comunidad científica, la sociedad tardó varias décadas en empezar a reconocer el carácter nocivo del tabaco, y sus efectos tanto sobre la salud de las personas como sobre el gasto público en los sistemas de salud.

En ambos casos se ha tratado de desincentivar el consumo o de obtener ingresos para paliar sus efectos utilizando una creciente carga impositiva. La gran diferencia es que si bien la especie humana puede sobrevivir al hecho de que un cierto porcentaje de idiotas se suiciden lentamente y cuesten dinero a la sanidad pública porque deciden inhalar el humo del tabaco, la emergencia climática es una amenaza existencial, susceptible de convertir nuestro planeta en un lugar inhabitable. 

Al igual que en el caso del tabaco, las compañías petroleras pasaron décadas tratando de enmascarar y desmentir los efectos nocivos de sus productos. Aún hoy, cuando esos efectos son más que conocidos, el mundo sigue produciendo mucho más tabaco y, sobre todo, mucho más petróleo del que se necesita.

Las compañías petroleras han difundido mentiras como el que todos necesitamos vehículos capaces de recorrer más de quinientos kilómetros cuyos depósitos podamos llenar en cinco minutos, o que el sistema eléctrico sería incapaz de responder a la carga de tantos vehículos, algo completamente falso, o de convertir los vehículos; su tamaño, su potencia o su ruido, en una expresión de prestigio social o incluso de testosterona.

Pero la realidad sigue ahí: hablamos de un producto nocivo, que está provocando efectos muchísimo más peligrosos de lo que nos podemos imaginar cada vez que adquirimos un vehículo o llenamos su depósito. 

Los nuevos límites de emisiones de la Unión Europea que entran en vigor en 2021 provocan que las marcas, que ahora serán evaluadas por las emisiones totales de los vehículos que han vendido, necesiten poner en el mercado mucho más vehículos eléctricos. Esto ha dado la salida a una loca carrera de las marcas por deshacerse de fábricas adaptadas al montaje de vehículos de combustión, algo que puede tener importantes efectos sobre la economía de nuestro país. 

Que la sociedad española comience a rechazar los vehículos de combustión y a generar demanda por los eléctricos, unido a los incentivos gubernamentales, será lo que determine que seamos un mercado residual en el que se concentren las gangas que países más desarrollados no quieren, o un mercado de vanguardia con capacidad para atraer inversiones en la fabricación de vehículos eléctricos.

Pero mientras tanto, con etiquetas o sin ellas, será muy positivo que, al igual que aprendimos que el tabaco era malo, vayamos pensando en la condición de producto profundamente nocivo que tiene ese líquido inflamable con el que llenamos nuestros depósitos.