Una de las mayores operaciones corporativas ligadas a la Nanotecnología fue la compra de la compañía belga Ablynx en 2018. La compró un gigante, el laboratorio farmacéutico Sanofi, que pagó 3.900 millones de euros, una cantidad aparentemente exorbitante, pero que no es tanto si tenemos en cuenta que el mismo laboratorio, muy pocas semanas antes, pagó 9.500 millones por la estadounidense Bioverativ.

Ablynx nació como una startup biotecnológica y ha acabado convirtiéndose en un caso de estudio para inversores de capital riesgo, escuelas de negocios, aceleradoras y centros de investigación con interés en el alumbramiento de spinoffs. La cifra de venta deslumbra. Pero todavía es más deslumbrante la historia que contó la deliciosa revista especializada en biología Grow y que traemos al Nanoclub de Levi para descubrir el origen de la investigación de los llamados nanocuerpos de camello.

Principios de la década de 1990. Bajo un sol abrasador, en un mercado de ganado de Rabat, en Marruecos, el científico belga Serge Muyldermans charlaba con un comerciante local. Estaba emocionado. Acababa de comprar por 40.000 francos (unos 1.000 euros) el camello que andaba buscando para seguir con la prometedora investigación iniciada por Raymond Hamers, un profesor con pinta de hippy, barbudo y peludo, de la Universidad Libre de Bruselas (VUB).

¿Qué llevó a Muydermans a buscar un camello en Rabat? En uno de los exámenes de Inmunología, el profesor Hamers propuso a sus alumnos aislar anticuerpos de una muestra de sangre humana. La mayoría de los estudiantes se negó por miedo a contagiarse de SIDA, que en esos años golpeaba duramente al país. Muyldermans, que en ese momento era investigador postdoctoral, recomendó sustituir la sangre humana por sangre de ratón.

La posibilidad de tener que sacrificar a los ratones tampoco emocionó a los estudiantes. Como solución, el profesor Hamers propuso emplear sobrantes de un proyecto muy amplio sobre enfermedades tropicales. Hamers enviaba a sus estudiantes a lugares remotos de todo el planeta a recolectar muestras de ganado. En este caso la sangre era de camello y provenía de Mali, desde donde la envió un estudiante que había regresado a cuidar a su padre enfermo.

Para sorpresa de todos, la serendipia -esa pizca de suerte que requiere todo investigador para alcanzar el éxito- acabó con la sorpresa de estudiantes y profesores: las muestras de sangre de camello analizadas en el examen de la asignatura contenían los esperados anticuerpos típicos de mamíferos, pero también anticuerpos muy distintos, mucho más pequeños. Auténticos nanocuerpos. Sin saberlo, habían escrito un primer capítulo para la historia.

Para despejar la posibilidad de que la sangre de camello estuviera contaminada, se hicieron pruebas con camélidos del zoo de Amberes. Y quedó confirmado: los estudiantes habían hallado una característica única del sistema inmunológico de los dromedarios, unos anticuerpos de tan pequeño tamaño -mucho menores que los que describieron Rodney Robert Porter y Gerald Edelman, ganadores del Premio Nobel- que podían ser útiles para combatir los virus invasores de una manera más eficaz. Al menos, de manera distinta.

Hamers y su equipo quisieron seguir ensayando con los camélidos de Amberes. Pero el zoo se negó a que emplearan los suyos como cobayas. Y no fue posible seguir hasta que los investigadores lograron el dinero para comprar un camello localizado en una clínica veterinaria de Rabat. Pero, llegado el momento de experimentar con él, nadie encontró al animal. Desapareció. Nunca se supo cómo. Y comenzó la búsqueda de otro, que concluyó felizmente en las montañas del Atlas marroquí. Y con Serge Muyldermans regateando en un mercado.

Aquel prometedor proyecto de investigación generó un par de patentes menores sobre anticuerpos -patentar microorganismos vivos era algo muy novedoso, pero legal- y una primera mención en una carta publicada en Nature en 1993. Pronto advirtieron que el dinero abundante, obviamente, no llegaría del estudio de las enfermedades tropicales de los animales, sino de las arcas más profundas del floreciente sector biotecnológico global.

Esta visión estratégica no llegó de los científicos, sino de un directivo del grupo holandés Unilever, que inició los intentos por aplicar industrialmente los anticuerpos. Lo hizo con un detergente que acabó volviéndose marrón en los ensayos. Aquel fracaso en Unilever marcó un cambio en la estrategia sobre nanocuerpos, ya que, a partir de ese momento, la investigación se centró en las especificidades serológicas de las llamas, un animal más fácil de inmunizar, de reproducir y de criar. Se acabaron los camellos. Demasiado complejos de gestionar.

A mitad de los años 80 llegó Orthoclone OKT3, un inmunosupresor útil para limitar el rechazo en pacientes trasplantados de órganos. Se había iniciado la “revolución de anticuerpos” en medicina, abriendo el camino hacia ganancias sustanciales. Después llegaron Humira, de Abbott Laboratories, contra la artritis; y Keytruda, de Merck, contra el cáncer.

La clave de todos estos tratamientos era que los anticuerpos de llama son más pequeños que los anticuerpos convencionales. Y ello permitía contrarrestar una gama aún más amplia de invasores moleculares. Los medicamentos llama representaron una segunda fase de la revolución de los anticuerpos y los investigadores de la Universidad Libre de Bruselas fueron pioneros en estas investigaciones.

Fruto de las investigaciones de Hamers y Muyldermans, la VUB fundó MatchX, que un año después pasó a llamarse Ablynx. El volumen del mercado de las terapias basadas en mini-cuerpos de llama pasó en pocos años de 4 a 14.000 millones de dólares. La nomenclatura dio paso a los nanocuerpos, término mucho más atractivo y sexy para los inversores.

Vendiendo nanocuerpos, Ablynx logró cumplir con unos objetivos de rápido crecimiento que desembocaron en una guerra de adquisiciones en 2018, en cuanto se difundió la noticia de que estaban cerca de lanzar al mercado Caplacizumab, un fármaco destinado a combatir un trastorno sanguíneo raro que provoca la coagulación de la sangre.

Ablynx logró evitar una primera OPA de la multinacional farmacéutica danesa Novo Nordisk. Pero no pudo rechazar una segunda oferta de compra de Sanofi por la asombrosa suma de alrededor de 3.900 millones de euros. Solo Caplacizumab tenía una previsión de ventas de 500 millones de dólares. Novo Nordisk y Sanofi no estaban apostando simplemente por un fármaco, sino por el futuro del 'biocapital llama'.

Un par de años más tarde, en plena pandemia, en uno de los momentos más angustiosos de la humanidad, el New York Times señaló a las llamas como las “heroínas del coronavirus”. Y The Guardian se preguntó si el animal andino iba a convertirse en el “arma secreta”, la “gran esperanza” para superar la enfermedad. No lo fue. Pero el camello sí revolucionó el mercado.