Una inmensa flota partió de La Habana el 6 de julio de 1829. Pocos días después, un violento temporal amenazó con enviarlas al fondo del mar Caribe. Antes de partir, el líder de aquella expedición de cerca de 3.000 hombres, el brigadier Isidro Barradas Valdés, les arengó: "Españoles, vais a partir para Nueva España, teatro donde hace 300 años se inmortalizaron los antiguos y denodados españoles, mandados por el valeroso Hernán Cortés. Aquellos conquistaron ese hermoso país, vosotros vais a pacificarlo, a hacer olvidar el pasado, y a establecer el paternal gobierno del mejor de los Reyes".

La orden había llegado desde Madrid. Un anciano y reaccionario Fernando VII seguía empecinado en reconquistar su Imperio contra viento y marea. Ahí estaba su Armada, luchando contra los elementos. El día 27 desembarcaron sin novedad en la provincia de Veracruz.

Barradas esperaba encontrar el apoyo de la población local, nuevos refuerzos desde Cuba y recuperar el Virreinato de Nueva España. En su lugar encontró infames nubes de mosquitos, lluvias, caminos en mal estado, la derrota y el ostracismo. En la espesura del golfo de México se escondía su perdición.

'Vuelvan las caras'. Cuadro que representa a la caballería venezolana durante la guerra de independencia. 1890 Arturo de Michelana Wikimedia Commons

Un Imperio en llamas

Barradas tenía fama de buen soldado y lo demostró mil veces. Nacido en la isla de Tenerife en 1782, su familia se mudó a Venezuela buscando prosperar. Allí, después de pasar su juventud transportando cacao y café, se enroló a los veinte años en las milicias locales. Poco después, Napoleón Bonaparte invadió la Península Ibérica en 1808 y la inquietud se extendió en la América española. Comenzaron la secesión y las guerras de independencia. 

Venezuela ardió. Simón Bolívar declaró la guerra a muerte a los españoles y el Ejército Real correspondió con idéntica crueldad. Un contrabandista asturiano se convirtió en líder de una guerrilla de esclavos fugitivos, mestizos y pardos en la sabana venezolana e inció una contienda social por su cuenta. Isidro Barradas se mostró valiente en combate y ascendió a teniente en 1814. Seis meses después ya era capitán. En el Pantano de Vargas desalojó con 80 granaderos una cumbre defendida por medio millar de enemigos. Su padre terminaría degollado en su hogar por los insurgentes y sus pertenencias elevándose en una nube de humo negro. 

Fragmento del mural 'Batalla de Carabobo 1819'. Martín Tovar y Tovar Wikimedia Commons

En 1819 los realistas sufrieron una derrota decisiva en Bocayá, actual Colombia. El pánico se apoderó del ejército de Fernando VII. El canario, como un témpano, reunió a cerca de 300 supervivientes dispersos en el campo de batalla y se retiraron en orden, chorreando sangre y fuego de mosquete, permanentemente hostigados por los independentistas. La guerra siguió su curso y en 1820 un disparo independentista le atravesó el muslo derecho. 

El Ejército Real en América, sin refuerzos, fue derrotado desde Argentina hasta México. La situación económica, política, social e internacional de España era lacrimógena. El canario, recomendado por sus superiores, recibió la Laureada de San Fernando por sus gestas en combate. Lo cierto es que era un hombre sumamente fiel y eficiente. Su fama de diligente llegó a oídos del monarca, con quien se entrevistó en 1823.

En aquella ocasión le encargó llevar a Cuba los reales decretos que ponían fin al Trienio Liberal y volvían a instaurar el más férreo de los absolutismos. El canario cumplió entonces sin rechistar, casi de forma fanática, y continuó acumulando ascensos. Por ello, en 1829, Fernando VII le encargó personalmente la reconquista de México. Las órdenes en aquella ocasión consistían preparar a la tropa en el menor tiempo posible. 

Fracaso mexicano

Actuaron rápido y aseguraron una cabeza de playa, pero pronto aparecieron los problemas. "Todas las declaraciones coinciden en las penurias que padeció la tropa: el calor extremo, la falta de agua potable, las picaduras del temible mosquito jején, las largas marchas por terrenos de arena suelta y el exceso de peso que debían portar los sacrificados soldados españoles", explica el doctor en Historia Jesús Ruiz de Gordejuela Urquijo en su artículo El brigadier Barradas y la reconquista de México, 1829.

Después de un feroz encontronazo con algunas unidades del Ejército mexicano que dejaron cerca de 50 muertos entre ambos bandos, los españoles llegaron a la desierta población de Tampico, se hicieron con su puerto y construyeron un fortín artillado, La Barra, en la desembocadura del río Pánuco. Los buques de suministro chocaban contra el fondo. No podían desembarcar en aquel puerto lejano. 

Allí, el canario dejó a sus enfermos y heridos junto a una pequeña guarnición al mando del coronel Miguel Salomón. Después partió hacia Altamira en busca de ganado con el que alimentar su ejército. Tras de varias escaramuzas y asegurado algunas vacas, recibió la noticia de que el general y futuro presidente mexicano Santa Anna asediaba Tampico. 

"A su regreso, el 21 de agosto, acometió la retaguardia de las tropas de Santa Anna impidiéndoles la retirada, pero inexplicablemente se llegó a un acuerdo entre ambos bandos por el que se permitió al caudillo mexicano a retirar sus tropas", explica la biografía de Isidro Barradas en la Real Academia de la Historia. "Esta decisión fue realmente su acta de defunción política; el tener en sus manos al jefe del Ejército mexicano y permitirle que evacuase sus tropas constituyó sin duda un error mayúsculo, sin precedentes", añade en su trabajo Ruiz de Gordejuela.

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A principios de septiembre aumentaron las escaramuzas y la artillería mexicana comenzó a castigar Tampico y el fortín de La Barra. La balandra que debía mantener comunicados a los expedicionarios con Cuba fue capturada. El hambre azotaba a los realistas; muchos de ellos deliraban entre náuseas y vómitos provocados por la fiebre amarilla. La munición se agotaba.

Un huracán destrozó las defensas del fortín de La Barra, anegado por la repentina crecida de las aguas del río. La noche del 11 de septiembre nadie durmió. La metralla despedazó, entre secos estampidos y fogonazos, varias columnas mexicanas que se lanzaron sobre la posición. Se combatió a la bayoneta, chapoteando entre los restos de la empalizada. Al amanecer sus defensores habían aguantado once asaltos. Estaban al límite.

Ante el descalabro, Barradas reunió a sus oficiales. La resistencia era inútil: todos estaban enfermos o heridos. Esa misma tarde firmó la capitulación con el general Santa Anna que les permitió embarcar rumbo a Cuba después de entregar sus armas. 

Barradas marchó a Nueva Orleans buscando transportes para sus hombres. Allí, el general descubrió que sus enemigos en el Ejército querían detenerle y juzgarle por su fracaso. Unos dijeron que se cambió de nombre y vivió en las montañas de México, otros que se suicidó en la ciudad estadounidense.

La realidad fue otra. Caído en desgracia, se empobreció y deambuló por el sur de Francia, "esperando fielmente a que fuera llamado algún día a presencia de su rey para poder defender su honor y la de los valientes que lucharon en tierras mexicanas", concluye el historiador.