La inmunoterapia nació de una intuición sencilla: si el sistema inmunitario puede reconocer lo extraño, también podría reconocer al cáncer. Esa idea, que durante años pareció una hipótesis más, hoy se manifiesta en dos estrategias distintas: las células CAR-T y los inhibidores de puntos de control inmunitario, conocidos como immune checkpoints.

Hace poco, en Madrid, un equipo clínico trató a niñas y niños con leucemia mediante una terapia CAR-T "tándem" dirigida a dos dianas distintas. Eran pacientes sin opciones. Un año y medio después, el 70% sigue libre de enfermedad.

La cifra impresiona, pero lo realmente valioso es que esta terapia académica, desarrollada en el Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital Universitario La Paz bajo la dirección de Antonio Pérez Martínez, demuestra que la investigación pública también puede abrir caminos cuando la industria aún no llega.

El campo se expande más allá de la leucemia infantil. Nuevos ensayos se preparan para otros tumores sólidos pediátricos, lo que indica que esa frontera, que hasta ahora parecía infranqueable, empieza a moverse.

En adultos, los avances también se acumulan. Por primera vez, un ensayo aleatorizado ha mostrado un beneficio claro de supervivencia con CAR-T frente a los tratamientos estándar en cáncer gástrico avanzado. La mejora, aunque medida en meses, marca un cambio de época: la inmunoterapia celular empieza a impactar en el 90% de los cánceres, que no son hematológicos.

¿En qué consiste todo esto? Puede que sea la pregunta que te estés haciendo.

Las terapias CAR-T se elaboran a partir de células del propio paciente, los linfocitos T. Estas células se extraen, se modifican genéticamente para que reconozcan una proteína específica del tumor y se reinyectan.

Una vez dentro del cuerpo, los linfocitos reprogramados buscan su objetivo y lo destruyen. El proceso no es instantáneo ni sencillo, pero su lógica es elegante: convertir al sistema inmunitario en medicina.

Puedo decirte que el desarrollo actual avanza en tres direcciones. La primera es ampliar las dianas, incluso usar combinaciones dobles —las llamadas "tándem"— para evitar que el tumor escape cambiando su apariencia.

La segunda, acercar la fabricación al hospital, lo que reduce tiempos y costes. Y la tercera, reforzar la propia célula T: añadir interruptores de seguridad, mejorar su persistencia y dotarla de nuevas armas moleculares.

El otro gran frente de la inmunoterapia son los inhibidores de puntos de control inmunitario, esos immune checkpoints que te mencioné al principio.

Células cancerosas.

Células cancerosas. koto_feja Istock

Aquí el enfoque es distinto: no se añaden células nuevas, se liberan las que ya tenemos. Algunos tumores "aprenden" a frenar a las defensas del cuerpo activando moléculas como CTLA-4 o PD-1. Los fármacos que bloquean esos frenos devuelven a las células T su capacidad de atacar.

Este hito valió, en 2018, un Nobel de Medicina a James P. Allison y Tasuku Honjo por demostrar que se podía revertir incluso cánceres avanzados.

Desde entonces, la combinación de estos bloqueos —por ejemplo, PD-1 con CTLA-4— ha logrado aumentar las tasas de respuesta y prolongar la vida de miles de pacientes. A cambio, exige controlar efectos secundarios autoinmunes que pueden afectar distintos órganos.

La ciencia sigue buscando el equilibrio: qué combinación, en qué secuencia y en qué paciente ofrece el mayor beneficio neto. En niños, el avance es más prudente. Algunos subgrupos con tumores genéticamente inestables muestran respuestas, pero aún falta evidencia sólida.

Pero nada de esto apareció de repente. Detrás hay más de un siglo de observación y método.

De hecho, todo empezó cuando a finales del XIX, el médico William Coley notó que algunos tumores se reducían después de una infección. Probó con toxinas bacterianas, sin saber que estaba estimulando el sistema inmune.

Un siglo más tarde, ya conocemos los mecanismos de activación y freno de los linfocitos T. De ese mapa surgen los puntos de control inmunitario, CTLA-4 y PD-1, y con ellos la posibilidad de manipular la respuesta inmune. La ingeniería genética ha hecho el resto: introducir receptores artificiales en células T, reforzar con señales de supervivencia y mantener su memoria.

Cuando hoy una persona recibe una infusión de CAR-T o un anticuerpo anti-PD-1, está recibiendo el resultado de décadas de biología básica, virología y bioingeniería. Nada de esto habría sido posible sin esos cimientos.

Mas los éxitos no eliminan los desafíos. En CAR-T, los efectos adversos más temidos son el síndrome de liberación de citoquinas y la neurotoxicidad. Ambos pueden controlarse con protocolos adecuados, pero requieren experiencia.

En tumores sólidos, el entorno del cáncer actúa como un escudo: suprime la respuesta inmunitaria y esconde las dianas. Por eso se prueban estrategias que combinan objetivos múltiples, añaden señales químicas o modifican los receptores para mejorar la penetración tumoral.

En hematología, por su parte, la pérdida de antígenos como CD19 ha impulsado el desarrollo de nuevas dianas —CD22 o BCMA— y diseños duales.

El coste y los tiempos de producción siguen siendo un problema. Por eso se investiga la generación de células "listas para usar" y la fabricación en el propio hospital para reducir esperas críticas. En recaídas agresivas, cada día cuenta.

Enfermera colocando un oxímetro de pulso en el dedo de un paciente.

Enfermera colocando un oxímetro de pulso en el dedo de un paciente. andresr Istock

Con los immune checkpoints, los retos son distintos. Hay que saber quién se beneficiará realmente y cómo manejar las toxicidades sin anular el efecto antitumoral.

La expresión de PD-L1, la carga mutacional del tumor e incluso la composición de la microbiota intestinal ofrecen pistas, pero ninguna es definitiva. En muchos casos, la decisión se toma en comités que sopesan riesgos, beneficios y alternativas.

En oncología pediátrica, la prudencia es aún más necesaria. Los tumores infantiles tienen una biología distinta: menos mutaciones, menos antígenos y entornos menos visibles para las defensas.

Aun así, las CAR-T han logrado algo impensable hace unos años: que algunos niños con leucemia refractaria vuelvan a tener una médula sana. El siguiente paso es extender esa posibilidad a tumores cerebrales o de tejidos profundos sin aumentar el riesgo. Ensayos en gliomas y sarcomas infantiles ya están en marcha.

Lo que queda por hacer es tan importante como lo conseguido. Primero, garantizar el acceso: fabricar a tiempo y a un coste razonable. Segundo, mejorar la precisión: identificar biomarcadores que anticipen respuesta y toxicidad.

Tercero, combinar con sentido: CAR-T con anticuerpos bi-específicos, anti-PD-1 tras CAR-T agotadas, o radioterapia que facilite la entrada de células T. Y cuarto, medir el éxito no solo en meses de vida, sino en calidad, sobre todo cuando se trata de niños.

También hay que cuidar el lenguaje.

Se habla de "milagros" cuando una médula vuelve a funcionar o una imagen muestra ausencia de tumor, pero lo que hay detrás no es un milagro, es un método: ciencia básica, ensayos rigurosos, control de calidad y equipos formados. Esa es la verdadera palabra que salva.

La inmunoterapia ya no es una promesa, es una práctica. Ha cambiado la historia de algunos tumores y empieza a hacerlo con otros. Habrá límites y fracasos, pero también habrá niños que no recaigan y adultos que superen cifras impensables hace una década. Cada remisión es una historia que empezó hace más de un siglo, cuando alguien se preguntó si el cuerpo podría aprender a reconocer un tumor.

Hoy la respuesta es sí, con condiciones y con esfuerzo.

La tarea sigue abierta: ampliar ese sí, hacerlo más justo, más accesible y más duradero. La ciencia está cumpliendo su parte. Ahora nos toca a todos los demás —sociedad, gestores, política— estar a la altura de lo que ya es posible.