Desde los albores de mi carrera científica he intentado atraer la atención de grandes fortunas, empresarios y políticos. Si te soy sincero, siempre he fracasado.
Mientras escribo esta columna recuerdo una de esas veces: luego de una larga conversación con el dueño de una de las exitosas compañías de la era "punto com", el susodicho sentenció: "Eduardo, pierdes tu tiempo, nadie invierte en algo que no da beneficio".
Fue el momento en que redirigí los esfuerzos a las fortunas y los políticos: las primeras se mostraron alérgicas, los segundos me dijeron: "ya España descubrió las Américas". Entonces, volví al silencio del laboratorio, mis columnas y mis libros. La historia hará lo suyo.
No obstante, aquí va esta columna por si un atisbo de esperanza apareciera de pronto.
Sé perfectamente, que en el parqué no se habla de física cuántica, ni de biología molecular, ni de ecuaciones diferenciales. Allí las palabras comunes son: beneficios, márgenes, volatilidad y crecimiento.
No podemos engañarnos, quien invierte busca rentabilidad, no teorías. Y, sin embargo, detrás de cada gráfico bursátil y cada índice que mide la salud de la economía global late la ciencia básica, guste o no.
Esa ciencia que durante décadas se consideró un lujo académico o una curiosidad sin aplicación inmediata es, en realidad, la raíz de gran parte del valor que hoy mueve los mercados.
Los diez índices bursátiles más importantes del mundo —S&P 500, Nasdaq 100, Dow Jones, Euro Stoxx 50, DAX, CAC40, FTSE 100, Nikkei 225, Hang Seng y Shanghai Composite, junto al IBEX 35— son mucho más que termómetros de la economía.
Diría que son espejos de cómo la ciencia fundamental se convierte en innovación aplicada y, finalmente, en beneficios tangibles. Al analizar su composición, queda claro que las empresas líderes no estarían donde están sin décadas de avances en laboratorios y universidades.
Tomemos el S&P 500 y el Nasdaq 100, la referencia global por excelencia. Microsoft, Nvidia, Apple, Alphabet, Meta y Amazon representan hoy la cúspide de la economía digital.
Sus modelos de negocio se basan en inteligencia artificial, computación en la nube, big data, semiconductores y, en un horizonte cercano, computación cuántica.
¿Sabes que ninguna de estas tecnologías habría existido sin la física del estado sólido, las matemáticas de la teoría de la información, la arquitectura de redes neuronales propuesta en los años 50 y las investigaciones en mecánica cuántica del siglo pasado?
La ciencia que entonces parecía abstracta sostiene hoy la mitad del valor bursátil estadounidense.
En el caso de las farmacéuticas del S&P 500, como Pfizer o Johnson & Johnson, muestran otro ejemplo. Sus ingresos dependen de medicamentos y vacunas desarrollados a partir de biología molecular, genética y química de proteínas.
La vacuna contra la covid-19 de Pfizer-BioNTech se apoya en décadas de investigación sobre ARN mensajero, una molécula descubierta en 1961 y estudiada durante años sin que nadie imaginara que terminaría salvando millones de vidas y generando miles de millones de dólares en beneficios.
Quizá ya estés pensando en una realidad: el mercado premia a quien arriesga en investigación, mas los cimientos de ese riesgo se construyeron mucho antes, en laboratorios públicos y académicos.
El Nikkei 225 japonés también refleja cómo la ciencia básica impulsa industrias enteras. Toyota, Sony, Panasonic y otras compañías del país asiático son sinónimo de robótica, automoción y electrónica avanzada.
La miniaturización de los chips que usan, la calidad de los materiales que aplican y la precisión de sus sensores provienen de la física de materiales, la nanotecnología y la electrónica cuántica.
No es una casualidad que, justamente Japón apostara por la investigación básica en los años 70 y 80, y ese capital científico siga alimentando la competitividad de sus empresas medio siglo después.
Si viajamos al FTSE 100 británico, las farmacéuticas AstraZeneca y GSK ilustran cómo la biotecnología moderna se apoya en descubrimientos fundamentales en biomedicina.
Sus líneas de investigación en terapias génicas e inmunoterapia derivan de conocimientos acumulados en biología celular y en inmunología básica. El éxito económico de estas empresas no puede entenderse sin esa ciencia previa, financiada en gran medida con fondos públicos —conviene no olvidarlo—.
Alemania y Francia, representadas en los índices DAX y CAC40, muestran otra cara de la ecuación. Siemens, BASF y L’Oréal basan su fuerza en ingeniería, química y ciencias de materiales.
Las turbinas de Siemens para energías renovables, los polímeros de BASF y los cosméticos de L’Oréal son fruto de la aplicación de leyes químicas, físicas y biológicas descubiertas en laboratorios sin intención inicial de producir riqueza. Pero el puente entre la curiosidad científica y la industria es corto cuando existe visión estratégica.
En Asia, el Shanghai Composite y el Hang Seng reflejan la pujanza de China y Hong Kong en telecomunicaciones, energía y digitalización. Huawei, Tencent y compañías energéticas de vanguardia aplican avances en física de ondas, matemáticas computacionales y biotecnología.
El liderazgo de China en inteligencia artificial y en baterías eléctricas es consecuencia de décadas de inversión en ciencia básica, muchas veces silenciosa y lejana al mercado, pero con frutos que hoy se traducen en liderazgo económico.
Por su parte, India, con el BSE Sensex y el Nifty 50, ha mostrado cómo la inversión en matemáticas, informática y ciencias aplicadas dio lugar a gigantes como Reliance y Tata Consultancy. Empresas que compiten en energía, telecomunicaciones y servicios financieros globales porque supieron aprovechar la sólida tradición científica del país.
¿Qué ocurre en España?
Aquí, el IBEX 35 muestra cómo la ciencia básica se filtra incluso en economías con menor inversión relativa en I+D. Iberdrola lidera la transición energética gracias a avances en física de renovables y en química aplicada al almacenamiento.
Telefónica depende de teorías matemáticas de la información y de redes desarrolladas hace un siglo. Grifols, en el sector farmacéutico, se apoya en investigación biomédica que hunde sus raíces en descubrimientos de inmunología y biología celular.
La relación entre ciencia básica y economía no es inmediata, pero sí constante. La innovación aplicada genera beneficios en el corto plazo, pero la ciencia fundamental incrementa la productividad y la competitividad de los países a largo plazo.
En apretada síntesis: los chips de Nvidia, las vacunas de Pfizer, los algoritmos de Google, los materiales de Tesla y las turbinas de Iberdrola existen porque antes hubo ciencia básica. ¿Habría invertido en ella mi amigo el de la empresa "punto com"? La respuesta es no y se equivoca.
Invertir en ciencia básica es invertir en el futuro de los índices bursátiles. La composición del S&P 500, del Nasdaq y del Euro Stoxx 50 de dentro de veinte años estará determinada por las investigaciones que hoy parecen abstractas.
Te menciono algunas: la biología sintética, los organoides, la física de superconductores, la exploración del microbioma humano o la matemática topológica aplicada son líneas de trabajo que, aunque suenen lejanas al mercado, terminarán transformándose en patentes, en startups y en beneficios.
El inversor que solo mira el mañana inmediato puede considerar que la ciencia básica no le concierne. Sin embargo, los índices más importantes del mundo muestran lo contrario: las empresas que más pesan en su cotización son las que supieron convertir décadas de investigación en productos y servicios. Ignorar la ciencia fundamental es ignorar la base sobre la que se construyen los beneficios.
La conclusión parece simple. El valor de los índices bursátiles no se explica solo por la gestión empresarial ni por los mercados financieros. Se revela, sobre todo, por una red de descubrimientos científicos acumulados durante décadas.
La próxima ola de rentabilidad vendrá de la ciencia que hoy parece un juego intelectual. Quien invierte en mercados globales ya invierte en ciencia básica, aunque no lo sepa. Reconocerlo no es un ejercicio de erudición, es un acto de realismo económico. Quizá el secreto que Wall Street no quiere contarte es: todo tu dinero depende de la ciencia básica.