Estaba en la playa, a la hora del ocaso, el último día de unas vacaciones en un paraje gallego que prefiero no mencionar para que conserve su condición de secreto. El cielo se tiñó de colores imposibles y mi pareja —mejor decir, mi chico—, inmóvil frente al horizonte, parecía formar parte de la escena. 

Quise inmortalizar el instante con una fotografía y, casi sin pensarlo, abrí Instagram para subirla. Entonces apareció la noticia: había muerto Javier Cid, periodista inmenso, un hombre destinado a la cumbre de las letras.

Lo primero que pensé fue que se trataba de una de sus bromas, una jugarreta para agitar las redes y más tarde escribir un artículo de investigación sobre nuestra credulidad digital. 

Pero no, era cierto. 

Javier, que además había sido uno de los Narcisos de mi novela, el favorito de la psicóloga, el más mimado por mí, había fallecido con solo 46 años. La ola que rompía a mis pies pareció un recordatorio de lo frágil que puede ser la línea que nos sostiene… en pie. 

Las horas siguientes se llenaron de mensajes en redes sociales. La mayoría eran homenajes sentidos, mas no tardaron en aparecer las voces que asociaban su muerte a un supuesto patrón de fallecimientos entre personas relativamente jóvenes.

Algunos lo achacaban directamente a las vacunas contra la covid-19, como si cada pérdida se explicara por un único culpable oculto. Es una reacción comprensible desde la emoción, pero peligrosa cuando se transforma en teoría general.

Entonces, conviene detenerse. 

Si analizamos los datos oficiales de mortalidad en España y en Europa, el panorama es mucho menos dramático de lo que sugieren esos titulares improvisados. En 2020 y 2021, la pandemia sí provocó un exceso de muertes considerable, en especial entre personas mayores de 70 años.

Desde 2022, la mortalidad volvió en gran medida a las tendencias históricas, con ligeros repuntes vinculados a olas de calor, a problemas de saturación del sistema sanitario y a secuelas de la pandemia. 

Eurostat y el Instituto Nacional de Estadística lo confirman, según sus informes, la mortalidad en edades medias se mantiene dentro de lo esperable en comparación con décadas anteriores.

Las enfermedades cardiovasculares siguen siendo la primera causa de muerte en personas de entre 40 y 60 años. Los tumores, la segunda. Y en tercer lugar aparecen causas externas: accidentes de tráfico, consumo de drogas, suicidios. Ninguna de estas cifras ha experimentado un cambio repentino tras las campañas de vacunación. 

De hecho, un informe de 2023 indica que las vacunas contra la COVID-19 evitaron cientos de miles de muertes en la Unión Europea. Los beneficios, medidos en vidas salvadas, superan con creces los riesgos, que existen, pero son infrecuentes y están bien documentados.

¿Por qué, entonces, se instala la percepción de que hay más muertes entre los "jóvenes"? 

La respuesta no está en los datos, sino en nuestra sensibilidad. Venimos de una pandemia que nos enseñó a mirar cada caso con lupa. Además, las redes sociales amplifican la muerte de personas conocidas, construyendo la ilusión de una epidemia silenciosa. 

La ciencia ha sido tajante al respecto: no existe ninguna evidencia que demuestre un incremento anómalo de muertes en personas jóvenes tras la pandemia ni luego de las campañas de vacunación. 

La mortalidad en edades medias se mantiene en cifras similares a las de hace dos décadas. La conclusión es clara: lo que se percibe como una "ola de muertes" es que una distorsión amplificada por la visibilidad mediática y el impacto emocional de perder figuras conocidas.

Antes, la noticia de un fallecimiento llegaba filtrada por los medios; hoy, cada pérdida se multiplica en miles de pantallas en cuestión de segundos. El impacto es emocional, no estadístico.

La ciencia y la historia ofrecen un espejo útil. Si retrocedemos veinte años y revisamos la mortalidad en España, encontramos cifras similares. En 2003 la tasa de mortalidad ajustada por edad en la franja de 40 a 49 años era cercana a la actual.

El patrón no ha cambiado de forma abrupta. Lo que sí se ha alterado es nuestra forma de percibirlo. Como sociedad, hemos desarrollado una nueva sensibilidad hacia la muerte en edades medias, quizá porque se ha interiorizado que la longevidad es lo normal. 

Así, cualquier excepción nos resulta más violenta.

Eso no significa que no debamos estar atentos. La vigilancia epidemiológica es esencial. Existen fenómenos que debemos estudiar con rigor: los efectos a largo plazo de la COVID-19 sobre el sistema cardiovascular, el impacto del estrés crónico, la influencia de factores ambientales como la contaminación o el calor extremo.

Pero nada de eso se resuelve con sospechas infundadas ni con atajos conspirativos. El verdadero reto es fortalecer la investigación y los sistemas de salud para responder a problemas reales, no inventados.

El caso de Javier me recordó esa tensión entre lo íntimo y lo colectivo. Su muerte, tan inesperada, se convirtió en un símbolo. Pero detrás de cada símbolo hay una vida única, irrepetible, que merece ser recordada más allá de cualquier estadística.

Al mismo tiempo, necesitamos aprender a leer esos sucesos con la serenidad que da la evidencia. El dolor no debe nublar la razón.

Los días siguientes al fallecimiento de Cid confirmaron la fuerza de esta percepción colectiva. Murieron otras personas conocidas: la actriz Verónica Echegui, el actor Eusebio Poncela.

Cada noticia, repetida en bucle, reforzaba la idea de un fenómeno que se nos escapa. Sin embargo, basta con revisar los registros oficiales para comprobar que lo que vemos no es una nueva pandemia silenciosa, más bien diría que es el reflejo de nuestra atención amplificada.

Me resisto a cerrar con un tono oscuro. Prefiero recordar a Javier como lo conocí: un periodista brillante, capaz de convertir cualquier detalle en relato, un hombre que hubiera sabido desmontar con ironía muchas de las especulaciones que circularon tras su muerte.

Y, aunque sé que no es así, me gustaría pensar que ahora está entrevistando a Verónica y a Eusebio en algún lugar donde las conversaciones nunca se acaban.