La conversación era digna de ser grabada. Como poco, daba lugar a ser escuchada, incluso a intervenir con más preguntas que las que se planteaban al otro lado del teléfono.
Hablaba una mujer inmigrante. Por su acento, seguramente se trataba de una oriunda de la República Dominicana. Sin embargo, debía de tener la nacionalidad española, puesto que contaba a su interlocutora que se jubilaría en un par de años.
Era más que plausible que al otro lado de la conexión alguien preguntara por el estado de salud de aquella mujer bastante envejecida para aquella supuesta edad cercana al retiro laboral. También debían de interesarse por su familia. A tenor del número de veces que aquella vecina de autobús pronunciaba la palabra "señora" no era difícil deducir el género de la interlocutora y la relación mantenida con ella.
Tenía la rodilla fatal, decía. Pero no se operaría hasta dejar definitivamente el trabajo. Para no faltar a sus obligaciones. Por la conversación, se suponía que estas discurrían en un hospital o una escuela.
Era complicado no escuchar. Hablaba alto. Se refería a una nieta adolescente y a sus magníficos resultados escolares. Pero también a otras muchachas que bien podrían ser sobrinas, estas ya mayores y alguna casada, se deducía. Dos médicos y una ingeniera con una envidiada posición económica, cuatro hijos y que viajaba sin parar. Eso, casi, gritaba orgullosa.
Se bajaba del autobús y daban ganas de suplicarse que no lo hiciera, que continuara el relato, no muy alejado de otras realidades similares a la suya. Se iba. Su compañera de asiento la despidió cariñosa: "Adiós, Magdalena".
Pensé en la suerte de su interlocutora, aquella señora, pero también de aquella familia, que al parecer le había dado trabajo durante una etapa de sus vidas.
Imposible saber desde cuándo era española. Ojalá hubiera podido preguntarle por ese detalle y también el tiempo que llevaba empleada en nuestro país. Pero estaba claro que aquella mujer y su familia habían aportado mucho trabajo a España —dícese valor— y habían logrado prosperar como en su día lo hicieron tantas españolas y españoles que emigraron en busca de mejor existencia.
Si en nuestra nación la población ha aumentado en más de medio millón de personas en el último año, según datos del Instituto Nacional de Estadística, es un mérito básicamente atribuible al hecho migratorio.
En el segundo trimestre de 2025, el número de extranjeros residentes se incrementó en 95.277 personas, dando una cifra total de 7.050.174 empadronados nacidos fuera. Y no erraríamos afirmando que casi un 20 por ciento de los algo más de 49 millones de españoles pertenecen a esa categoría.
Son solo números. Tras ellos, historias y personas, personas e historias, con sus luces y sus sombras, como aquella, seguramente, dominicana del autobús. Son estadísticas que alimentan esa diversidad cultural que hoy tanto se valora y enriquecedora de cualquier panorama y desde cualquiera que sea la perspectiva desde la que se otee.
No se entiende hoy el desarrollo nacional sin esta fuerza personal y laboral que implica la inmigración. Quienes vienen buscan mejores perspectivas vitales y laborales. Les recibe un país que debería ser de oportunidades, en el que, lejos de aumentar su población, la ve envejecer y decrecer, tanto como que en el último año los nacidos en España fueron 18.000 menos con respecto al anterior. Es, por tanto, un sector básico, con una contribución que va más allá de la demográfica, para equilibrar el tejido laboral y empresarial.
Pueblos de la España de las oportunidades, esa llamada vaciada; colegios con aulas vacías; niñas y niños y personas dependientes demandando cuidados; trabajos fundamentales para el desarrollo socioeconómico… encuentran la solución en la emigración. Todos ellos ven en las personas llegadas de otros lugares del mundo (hoy, fundamentalmente de Colombia, Marruecos y Venezuela) el consuelo que los ciudadanos de nuestro país no van a ofrecer.
El dato mata al relato. Y los datos son demoledores. Pero en este caso, el propio relato es de impacto. Porque estamos hablando de la inmigración como protagonista de la revitalización de diversas zonas del país. También de su aporte laboral como sostén de la estructura productiva y del crecimiento económico.
Y, además, estamos hablando desde el punto de vista humanitario de quienes llegan buscando un nuevo ciclo vital y no solo lo alcanzan, sino que contribuyen a que las generaciones posteriores, ya nacidas en el país, conozcan y experimenten en sus propias carnes el significado de la igualdad de oportunidades y su capacidad para multiplicar sus frutos.
Hoy la diversidad se busca a nivel laboral como un elemento enriquecedor de las plantillas y, por tanto, del devenir empresarial. Elevar esta teoría a la categoría de país equivale a desear la diversidad sociocultural que significa la emigración como un dinamizador de presente y de futuro. Equivale, por tanto, a dibujar una nación mucho más sostenible en términos poblacionales, con el equilibrio como fórmula indispensable de dinamismo demográfico y económico.
Hace ya décadas que España dejó de ser país origen de emigración. Pero no debe olvidarlo. Ser receptor equivale a trabajar por una acogida ordenada y legal. Pero también agradecida. Nunca fue más cierta aquella frase de "os recibimos con alegría" que se cantaba en la película Bienvenido Mr. Marshall. Entonces eran americanos. Hoy, también. Del sur. Pero además africanos, como se ha dicho. Se trata de seres humanos que buscan un merecido mejor lugar en el mundo, con sus derechos y sus deberes.