Hay algo profundamente poético —y aterrador— en la imagen de un mosquito cruzando fronteras invisibles, ajeno a los pasaportes, al control aduanero o al idioma del destino.

Con apenas unos milímetros de cuerpo y un zumbido que parece inofensivo, el mosquito se ha convertido en uno de los agentes más eficaces de la globalización… sanitaria.

Porque sí, la salud también viaja en verano. Lo hace en las maletas, en los cuerpos, en los alimentos y, cada vez más, en las alas de pequeños vectores que antes eran exclusivos del trópico y que hoy picotean la geografía europea con una inquietante naturalidad.

El Aedes albopictus, conocido como mosquito tigre, ya no es un turista: es un residente estacional que cada año amplía su mapa de conquistas.

Y no viene solo. Con él viajan virus como el dengue, el chikungunya o el zika, enfermedades que, hasta hace poco, eran consideradas "exóticas", relegadas a los márgenes del telediario, junto con volcanes y dictaduras de nombres impronunciables.

Pero ahora esos virus han empezado a instalarse en nuestro verano. En Italia, España y el sur de Francia ya se han documentado brotes autóctonos, es decir, contagios que no vienen del extranjero, sino que nacen aquí, en nuestras aceras, en nuestros patios.

¿Cómo ha ocurrido esto?

La respuesta se dibuja en tres coordenadas: el cambio climático, la movilidad global y la debilidad estructural de los sistemas sanitarios en verano.

La primera es la más evidente. El aumento de las temperaturas medias y la prolongación de los veranos han creado un escenario perfecto para la reproducción de mosquitos.

El calor acelera su ciclo vital, alarga su temporada de actividad y permite que los huevos sobrevivan en lugares antes impensables. En resumen: Europa se ha vuelto hospitalaria para los vectores tropicales. Y cuando el ambiente se vuelve acogedor, la biología se instala.

La segunda coordenada es la movilidad. El turismo masivo, los vuelos intercontinentales y las migraciones —humanas, voluntarias o forzadas— han creado una autopista de ida y vuelta para los patógenos.

Un viajero puede contraer dengue en Brasil, volver a Barcelona con fiebre leve y ser picado por un mosquito tigre local. Este, al succionar la sangre, se infecta. Y unos días después, al picar a otra persona, transmite el virus. Así de sencillo. Así de inquietante.

Y la tercera coordenada, la más humana, es que nuestros sistemas sanitarios también toman vacaciones.

En pleno verano, la atención primaria se debilita, los hospitales se reestructuran, los profesionales se van a descansar —con todo el derecho del mundo— y las urgencias se llenan de cuadros digestivos, golpes de calor y turistas extraviados.

En ese caos estacional, detectar y contener un brote viral transmitido por vectores se convierte en una carrera contrarreloj.

A esto se suma algo aún más sutil: la falta de percepción del riesgo. Como el dengue no suena tan amenazante como el ébola, como no se transmite por el aire, como los síntomas se parecen a una gripe fuerte, muchas veces pasa desapercibido.

Pero no deberíamos subestimarlo. El dengue puede provocar complicaciones graves, hemorragias internas e incluso la muerte. Y su propagación silenciosa puede anticipar escenarios más complejos.

¿Significa esto que debemos vivir en alerta perpetua, mirando con sospecha cada picadura?

No. Pero sí significa que necesitamos un enfoque más inteligente y coordinado. Educación ciudadana sobre los focos de cría —pequeños charcos, platos de maceta, neumáticos abandonados—. Vigilancia epidemiológica activa.

Planes de respuesta rápidos ante los primeros casos. Y, sobre todo, una comprensión profunda de que la salud ya no es local, que lo que ocurre en una aldea de Colombia puede afectarnos en Cádiz o Niza.

La ciencia, como siempre, va un paso por delante. Se están desarrollando vacunas contra el dengue —algunas ya aprobadas, aunque con indicaciones limitadas—, se ensayan estrategias de control biológico como la liberación de mosquitos estériles o infectados con bacterias que bloquean la transmisión viral y se mejora cada año la capacidad diagnóstica.

Pero todo eso necesita un terreno fértil: político, económico y cultural.

Porque en el fondo, esta historia del mosquito global nos habla de un mundo interconectado, pero también vulnerable. Nos recuerda que la salud no entiende de estaciones ni de mapas, y que la prevención no es un lujo de países ricos, sino una necesidad compartida.

Así que, mientras tomamos una caña en una terraza o descansamos junto al mar, pensemos también en esos otros viajeros que cruzan el mundo sin billete ni visado.

La buena noticia es que podemos actuar. Desde lo pequeño: vaciar el agua estancada de una maceta. Desde lo grande: exigir políticas de salud pública que se adelanten a los brotes y no lleguen siempre tarde.

Porque en verano, además del bronceador, conviene llevar conciencia. La salud también viaja. Y el mosquito, aunque no lo parezca, siempre vuela con ida y vuelta.