Una cuestión aparentemente sencilla, pero cargada de siglos de historia, prejuicio y lucha. La pregunta, en el fondo, no busca una respuesta técnica, sino un veredicto moral.
Se formula con la esperanza —o con el temor— de que, si se descubre un origen biológico, entonces la homosexualidad y otras diversidades serán vistas como "natural", por tanto, legítimas.
Y si no lo son, si no se encuentran en los genes, en las células o en las hormonas, entonces algunos sienten que tienen derecho a cuestionarlas, corregirlas o, peor aún, condenarlas.
En realidad, el cuestionamiento no le pertenece del todo a la ciencia. Es una pregunta que ha sido secuestrada por ideologías, religiones y legislaciones.
Mas, como casi siempre ocurre, la ciencia, tarde o temprano, interviene. Y cuando lo hace, aporta luz, aunque a veces más complejidad que certezas.
Pero, vayamos por partes.
En 2019, la revista Science publicó el mayor estudio genómico sobre orientación sexual realizado hasta la fecha. Un consorcio internacional de investigadores analizó los datos genéticos de casi 500.000 personas.
¿El objetivo?
Buscar correlaciones entre la genética y la atracción sexual hacia personas del mismo sexo.
¿El resultado?
No existe un "gen gay".
En cambio, los investigadores identificaron al menos cinco regiones genéticas con asociaciones significativas y estimaron que la genética podría explicar entre un 8% y un 25% de la variación en la orientación sexual, dependiendo del sexo biológico y del entorno.
Es decir, existe un componente genético, pero no determinista. Como sucede con casi todos los rasgos humanos complejos —la inteligencia, la personalidad, la estatura—, la sexualidad es el resultado de la interacción de múltiples factores: genéticos, epigenéticos, hormonales, sociales y culturales.
Un hallazgo interesante fue que las variantes genéticas asociadas con la atracción hacia el mismo sexo en hombres no coincidían completamente con las observadas en mujeres, lo que sugiere que los mecanismos biológicos que influyen en la orientación sexual pueden diferir entre géneros.
Además, algunas variantes estaban relacionadas con la percepción olfativa y otras con rasgos de comportamiento social, lo que indica un entramado biológico más sutil de lo que los titulares podrían simplificar.
Debo decirte que este estudio no apareció de la nada. Se suma a décadas de investigaciones, algunas más sólidas que otras.
Uno de los trabajos más mediáticos fue publicado en 1993 por National Cancer Institute de Estados Unidos, donde se propuso una asociación entre la homosexualidad masculina y una región del cromosoma X (Xq28).
Aunque fue pionero, sus resultados no se replicaron de forma consistente, y la comunidad científica lo recibió con cautela. Aun así, abrió la puerta a un campo que durante mucho tiempo había sido ignorado, cuando no reprimido.
Por otra parte, los estudios con gemelos también aportan evidencias valiosas. La lógica es sencilla: si la orientación sexual fuera puramente genética, los gemelos idénticos –que comparten el 100% del ADN— deberían tener una coincidencia absoluta.
Sin embargo, los datos han mostrado una concordancia del 50% al 60%, indicando que hay un componente biológico significativo, pero también una influencia ambiental o epigenética importante.
Y aquí es donde entra la riqueza del fenómeno. La ciencia actual entiende que la genética no es destino, sino predisposición. El genoma es la partitura, pero la sinfonía se compone también con los instrumentos del ambiente, las hormonas prenatales, las interacciones tempranas, el contexto cultural y social.
La sexualidad humana es una construcción profunda, fluida, diversa. No puede reducirse a una única causa, porque no es una anomalía, ni un trastorno, ni un accidente. Es una más de las muchas formas en que el ser humano se expresa.
Pero a pesar de la evidencia, las preguntas persisten. ¿Es genética la diversidad sexual? ¿Y si no lo es? ¿Qué pasa si no encontramos un marcador molecular? ¿Se invalida entonces su legitimidad? Aquí es donde hay que hacer una pausa, y mirar con serenidad.
Porque la verdadera respuesta, la más honesta, es que no importa. No importa si la homosexualidad, por ejemplo, tiene una base genética fuerte o débil, si está codificada en el ADN o es resultado de complejas interacciones con el entorno.
No es una enfermedad. No es una desviación. No es una conducta que haya que explicar, ni corregir. Es una manifestación natural y legítima de la diversidad humana.
Nadie se pregunta si tener los ojos azules es genético para decidir si las personas con esa característica debemos tener derechos.
Nadie exige pruebas científicas de la base biológica de ser zurdo o ambidiestro antes de permitir que puedan casarse, adoptar o caminar por la calle sin ser acosados.
¿Por qué, entonces, con la orientación sexual aplicamos otro rasero?
Porque en el fondo, lo que se pone en juego no es la genética, sino el prejuicio. Se quiere usar a la ciencia como escudo o como arma, según convenga. Pero la ciencia no sirve a esas causas. La ciencia describe, no juzga.
Explica, pero no legisla. Y en este caso, la ciencia nos recuerda que la diversidad sexual forma parte de la condición humana, tan antigua como el lenguaje, tan universal como la emoción.
Aun así, hay quienes insisten en determinar, clasificar, restringir. Hay quienes quieren votar sobre derechos ajenos, como si la dignidad humana dependiera de mayorías.
Hay quienes intentan imponer terapias de conversión, educar en la represión, o silenciar las voces disidentes. A todos ellos hay que recordarles que la orientación sexual no se elige, pero sí se elige respetar.
Porque ser homosexual, bisexual, heterosexual o no binario no es una cuestión de genética, sino de existencia. Y la existencia, cuando no daña, no necesita ser justificada.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿es genética la diversidad sexual?
La respuesta de la ciencia es matizada: en parte sí, pero no exclusivamente. La respuesta de la humanidad debería ser más simple: no importa.
Lo importante es entender que estamos ante una característica más del ser humano, como el color de los ojos o la textura del cabello. Una característica que no se discute, no se corrige, y, sobre todo, no se legisla ni se limita.
No se puede someter a votación la esencia de alguien. No se debe cuestionar el derecho a amar, por mucho que esa forma de amar sea minoritaria. No se nos ocurre negar los derechos de una persona por ser pelirroja. Tampoco deberíamos hacerlo con quienes aman de otra forma.
Porque, al fin y al cabo, lo verdaderamente antinatural no es la homosexualidad.
Lo antinatural es el odio.