La ciencia parece avanzar a la velocidad de una tortuga anciana. Le cuesta moverse. Tarda en hablar. Duda. Sin embargo, cuando por fin dice algo, lo hace con una contundencia que borra de un plumazo el ruido que la precede.

La ciencia no grita: sentencia. No corre: avanza. Y mientras las redes sociales explotan y los telediarios olvidan, los investigadores continuamos mirando por el microscopio, midiéndolo todo, incluso cuando el mundo ya ha pasado de página.

Casi al final de la pandemia, cuando creíamos haberlo visto todo, algo extraño ocurrió: comenzaron a aparecer casos de hepatitis grave en niños sin causa conocida. No era hepatitis A, ni B, ni C. No había tóxicos, ni patrones epidemiológicos claros.

Tampoco había presencia de virus raros. Una inflamación persistente del hígado, algunas veces fulminante, otras, mortífera. La OMS encendió la alarma, murieron niños.

El mundo miró un instante… y luego giró sus ojos hacia otro lado. Como vino, se fue. Se desvaneció. Más no para nosotros.

Motivados por los hepatólogos pediatras: Loreto Hierro, Esteban Frauca y Paloma Jara, nuestro equipo –con Roberto Lozano-Rodríguez como abanderado— decidió no olvidar.

Quisimos, al menos, intentar encontrar una forma de diferenciar esa misteriosa hepatitis —la que llamamos PAHUA (Paediatric Acute Hepatitis of Unknown Aetiology)— de otras más conocidas, como la autoinmune. No buscábamos culpables, buscábamos patrones.

Algo que el sistema inmune estuviera diciendo y que hasta entonces nadie hubiera querido escuchar. Y hoy, unos años después, ya lo sabemos.

Tras analizar muestras de sangre de niños con PAHUA, con hepatitis autoinmune y con salud plena, aplicamos técnicas de inmunofenotipado avanzado, análisis de moléculas posiblemente implicadas y proliferación celular. Todo a fuego lento.

Todo con minuciosidad quirúrgica. De ahí emergieron diferencias notables entre los tres grupos, y lo más impactante fue la firma inmunitaria única que exhibían los niños con esa hepatitis desconocida.

Dos moléculas en particular nos llamaron la atención: Galectina-9 y sTim-3, dos frenos de nuestras defensas que al aparecer dificultan la protección frente a lo ajeno, lo dañino. Ellas son solubles y pueden medirse fácilmente en sangre.

En los niños con PAHUA, sus niveles estaban disparados. No eran marcadores cualesquiera: eran señales de una respuesta desregulada, distinta, reconocible. Al construir un modelo matemático combinando ambas variables, obtuvimos un resultado casi poético: un AUC de 1.000.

O lo que es lo mismo, una herramienta capaz de distinguir con absoluta precisión a un niño con PAHUA de uno que no lo tiene.

Este hallazgo —que acabamos de publicar tras mucho análisis y validación— no es una respuesta definitiva, pero sí una herramienta útil. No sabíamos qué era PAHUA, pero ahora podemos identificarla. Sin biopsias, sin demoras, con un simple análisis de sangre.

Y eso, en ciencia, es muchísimo.

Quizás para entonces —en 2022— esta herramienta no nos habría cambiado el rumbo. Pero mañana, quién sabe.

Si vuelve a aparecer un brote, si otra oleada de casos emerge tras un nuevo virus respiratorio, podremos actuar antes, distinguir con claridad y, tal vez, salvar más vidas.

Así funciona la ciencia: construye el futuro con materiales del pasado.

Mientras los focos se apagan, la ciencia sigue. No entiende de prisas, de agendas virales ni de influencers. Va despacio, sí. Pero cuando llega, deja huella.

Nosotros seguimos investigando. Porque incluso cuando el mundo olvida, el sistema inmunitario no miente. Y a veces, es allí —en la sangre— donde se escribe la historia que otros dejaron de leer.