-My NIH $5-million 2024-29 grant with Lehman College and Albert Einstein College of Medicine is being cancelled —me dice un amigo científico desde Nueva York usando el WhatsApp.
-El congreso estuvo bien, pero los de allí tienen miedo, miedo a manifestar lo que se piensa porque peligran las subvenciones ya concedidas —son las palabras de otro amigo científico cuando, por teléfono, hablamos de las novedades presentadas en un congreso sobre VIH en San Francisco.
La ciencia, ese arte paciente de descifrar los secretos del universo, necesita algo más que vocación y talento: requiere tiempo, apoyo institucional y, por supuesto, recursos. Cuando estos últimos se retiran de forma abrupta, lo que queda es un silencio devastador, un laboratorio vacío, una hipótesis abandonada antes de cobrar forma.
Eso es lo que está ocurriendo hoy en Estados Unidos. Bajo el mandato de Donald Trump, la administración ha iniciado un desmantelamiento progresivo y sistemático del andamiaje científico que durante décadas convirtió al país en un faro de innovación y descubrimiento.
Las cifras no mienten, pero su crudeza a veces necesita un traductor emocional. Más de 10.000 despidos en agencias tan esenciales como la FDA o los CDC, la cancelación de más de 200 subvenciones para investigación en VIH por parte de los Institutos Nacionales de Salud (NIH), la paralización de pagos por parte de la Fundación Nacional de Ciencias (NSF).
Científicos sin sueldo, proyectos detenidos a mitad de camino, jóvenes investigadores forzados a abandonar la carrera académica, no por falta de mérito, sino por una burocracia ciega que ha sido, además, ideologizada. El conocimiento, al parecer, se ha vuelto sospechoso.
¿La reacción? Casi dos mil científicos de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina firmaron una carta abierta describiendo la situación como una emergencia. Un 'SOS' desde los pasillos vacíos de centros de investigación, desde las bancadas sin reactivos, desde las mentes frustradas de quienes dedican su vida a combatir enfermedades, a entender el clima, a descubrir las claves de la vida misma.
Mas también hay miedo, diría que terror. Están en juego las carreras y, algo tan básico, como la subsistencia que da aporta un salario mensual. Criticar las medidas puede traer consecuencias drásticas. Algo que me recuerda lo vivido en aquella Isla Metafórica llamada Cuba.
Pero si la noche cae sobre Estados Unidos, del otro lado del Atlántico comienza a encenderse una luz. Europa observa este retroceso con una mezcla de asombro, preocupación y oportunidad.
En algunos lares, como los Países Bajos, han lanzado fondos específicos para atraer talento internacional, conscientes de que el capital intelectual que huye de Estados Unidos puede ser el germen de una nueva era científica en el continente.
Francia, Alemania, España y otros países han elevado su voz ante la Comisión Europea para articular una estrategia común: acoger a los huérfanos de la ciencia estadounidense, no como refugiados, sino como aliados. Europa puede ofrecer lo que hoy falta en Estados Unidos: estabilidad institucional, libertad académica, respeto a la evidencia.
No nos engañemos, no todo es perfecto —la burocracia europea tiene fama bien ganada—, pero el ecosistema sigue siendo fértil. La diversidad cultural, los programas de cooperación internacional, el espíritu del viejo continente que sabe que el conocimiento es patrimonio común y no moneda de cambio partidista.
Aceptar este flujo de científicos no es sólo un gesto solidario. Es también una inversión. Con ellos llegan nuevas ideas, nuevas metodologías, nuevas redes. Vienen con la experiencia de quienes han trabajado en algunas de las instituciones más punteras del mundo, y que ahora buscan un lugar donde continuar, simplemente, pensando.
Tenemos que tener claro que enriquecerán laboratorios, enseñarán en universidades, crearán startups biotecnológicas, impulsarán el desarrollo tecnológico. El 'efecto boomerang' de su salida de Estados Unidos puede ser, para Europa, el principio de una década dorada en la investigación. Mas esta oportunidad exige también responsabilidad.
No basta con abrir las puertas; hay que garantizar financiación a largo plazo, agilizar los procesos de visado y homologación, reducir la maraña administrativa que a veces asfixia la iniciativa científica. Europa debe actuar con inteligencia estratégica y vocación humanista: convertir la crisis del otro en una nueva oportunidad para todos.
La historia de la ciencia ha estado siempre marcada por el movimiento. Newton y Leibniz peleaban por cartas, Einstein cruzaba el Atlántico huyendo del nazismo, Marie Curie se exilió para poder investigar.
Hoy, ese movimiento toma otra forma. Lo que estamos presenciando es una crisis presupuestaria, una migración de talento y una redistribución global del saber. El destino de ese saber podría ser Europa.
En un mundo marcado por la incertidumbre, donde las pandemias, el cambio climático y las guerras culturales amenazan con enturbiar el porvenir, defender la ciencia es, en esencia, defender la vida. Que Europa lo entienda sería de sabios. Porque cuando la ciencia pierde su hogar, el mundo entero paga el precio. Pero cuando encuentra uno nuevo, todos salimos ganando.
¿Estaremos a la altura?