El debate sobre el uso de las pantallas está a la orden del día. Aunque en los últimos años el foco se ha puesto en su uso en las aulas y el modelo educativo, se empieza a cuestionar también el impacto de los dispositivos y de las redes sociales fuera del contexto escolar.
Hace unas semanas la presidenta de la Comisión Europea manifestaba la necesidad de poner límites en cuanto al empleo de las redes sociales por parte de los niños y adolescentes. Anunció también que se iba a realizar un estudio a escala europea sobre su impacto en el bienestar emocional en los niños.
Es innegable que la tecnología está cada vez más presente en la rutina de los niños y adolescentes. Por ello, en los últimos años el sector educativo ha empezado a definir el papel que deben desempeñar los colegios en materia de educación digital. Y es que no se puede aislar a los más pequeños del entorno tecnológico que los rodea, pero se debe establecer un control para que hagan un uso responsable del mismo.
Estudios como los recientemente publicados por el National Institute for Health lo dejan claro: el uso excesivo de redes sociales y dispositivos en edades tempranas está asociado a un incremento de síntomas depresivos, ansiedad, insomnio y una baja autoestima.
Esta sobreexposición aumenta el riesgo de que entren en contacto con movimientos de radicalización, teorías conspirativas y con contenido no apropiado para su edad. Además, se enfrentan a otro grave problema: la validación digital. El número de 'me gustas', comentarios o visualizaciones ha empezado a ser un condicionante en la vida de los adolescentes.
Para frenar esta sobreexposición a los dispositivos, desde los centros escolares se han vuelto a priorizar los libros físicos y se han establecido límites en las tareas digitales. No se trata de eliminar la tecnología de las aulas, sino de usarla de una manera pedagógicamente más útil.
De este modo, ofrecer una educación digital de calidad se ha convertido en algo de enorme relevancia. Más allá de enseñar cómo se utilizan los dispositivos, se debe garantizar que los niños y adolescentes tienen el conocimiento y las herramientas para hacer un uso responsable de los mismos, tanto en el ámbito educativo como en su vida personal.
En ello, no solo deben estar implicados los colegios. Las familias tienen un rol muy importante, ya que es en casa donde se suelen producir los mayores abusos de los dispositivos.
En este sentido, nos encontramos a menudo con que las familias se sienten desbordadas o superadas por el ritmo al que evolucionan las tecnologías. En muchos casos, desconocen las dinámicas de las plataformas que utilizan sus hijos.
Esta brecha digital hace que la supervisión o advertencias que puedan hacer los adultos sobre la utilización de los dispositivos no sea eficaz. Por ello, desde muchos colegios se ofrecen programas de formación para familias en salud digital, con el objetivo de reducir esta brecha y, a su vez, poder establecer una coordinación efectiva entre casa-escuela.
El reto de las familias está en saber llegar a entendimientos, acuerdos y establecer límites razonables y consensuados. Así, será mucho más fácil forjar una relación de confianza en la que los jóvenes cumplan lo acordado y tengan la capacidad y el criterio para hacer un buen uso de los dispositivos.
En este sentido, es también muy importante predicar con el ejemplo. Lo que se conoce como higiene digital, es decir, establecer momentos de desconexión y alternativas de ocio no digitales, debe ponerse en práctica por toda la familia.
En definitiva, la solución no está en prohibir, sino en acompañar tanto en las aulas como en el hogar. Enseñar a los más jóvenes a hacer una utilización responsable y consciente de la tecnología será trascendental para su bienestar emocional.
En esta tarea, la coordinación entre todos los agentes implicados (familia, centros escolares e instituciones) será fundamental para garantizar un entorno digital seguro para todos.
*** Ian Piper es director de Hastings School.