Una vez leí que la mayoría de las personas que se dedican a las matemáticas comparten una historia: si están en un evento social y se enteran a qué se dedican, inmediatamente les replican con un "¡eres un cerebrito!". Acto seguido, la conversación se deriva a cualquier otro tema o, en el peor de los casos, alguien se acerca para comentarle su horrible experiencia con las clases de esta disciplina cuando asistía a bachillerato.

Las matemáticas se tratan con reverencia y miedo a la vez: las personas suelen verlas como una herramienta objetiva y hasta apolítica que puede respaldar o refutar argumentos, pero también se sienten intimidadas y ansiosas cuando piensan que podrían tener que usarlas.

Por lo general, esta ciencia tiene la reputación de proporcionar respuestas concisas y en blanco o negro a las preguntas. Mas, esta visión es muy simplista. En lugar de ser sólo una herramienta para obtener respuestas correctas objetivas, las Matemáticas son también un método para hacer preguntas y explorar las posibilidades que plantean las mismas.

Los estudiantes sienten curiosidad por los números y patrones de forma natural, pero en las clases a menudo les enseñan que los hechos matemáticos deben aceptarse sin cuestionarlos. Por ejemplo, un alumno podría aprender a calcular derivadas e integrales usando varias reglas sin chistar, pero ¿sabe qué realmente está haciendo?

Hace mucho tiempo, en uno de esos impases entre beca y contrato de investigación, usé mi formación en Física y Matemáticas para dar clases a estudiantes de bachillerato y así evitar la hambruna mientras se resolvía la convocatoria de investigación para seguir mi carrera científica. Mi labor era intentar que aquellas personitas supieran derivar e integrar funciones matemáticas. ¡Un horror para muchos!

Me lo tomé como un reto. Entonces, en vez de comenzar por las reglas y “trucos” para la derivación e integración de funciones, empecé por su utilidad y la historia, cotilleos incluidos.

El primer día les dije: “La derivación y la integración son dos caras de la misma moneda”… Pero aquello no causó mucho efecto. Volví al ataque con: “la derivada y la integración son dos conceptos fundamentales del cálculo, la rama de las matemáticas que estudia el cambio y el movimiento. Ambas están relacionadas y se consideran operaciones inversas entre sí”. La situación, lejos de mejorar, empeoraba.

Entonces redoblé la ofensiva con un “imaginad que conducimos una moto y tenemos una función matemática que representa la distancia recorrida en función del tiempo. La derivada en un punto específico nos daría la velocidad instantánea a la que circulamos en ese momento”. Algunas caras mostraron atención.

Sin dar respiro seguí: “ahora imaginemos una función que representa la cantidad de lluvia que cae durante un día y el intervalo de tiempo representa un número específico de horas. La integral en ese intervalo nos daría la cantidad total de lluvia acumulada durante esas horas”. Las caras de interés volvieron a desaparecer, pero alguien preguntó en voz alta ¿y en el deporte?

“Esta es la mía”—pensé.

Desde ese momento me hice con la clase. Todos los problemas de cálculo infinitesimal los relacionaba con el fútbol, el atletismo, las carreras de coches y un etcétera deportivo. De vez en cuando incluía una nave espacial y algún problema meteorológico para acercarlos a la ciencia y la tecnología.

Las aplicaciones de la derivada y la integración son numerosas y abarcan diversos campos, como la física, la ingeniería, la economía, las finanzas, la biología y hasta la sociología con la política como coletilla. Se utilizan para modelar fenómenos, optimizar procesos, analizar datos y resolver problemas complejos. Si lo explicamos así quizá le restamos aridez al asunto.

Por otra parte, está la historia asociada al desarrollo de esta área de las matemáticas. Esto se atribuye a dos grandes mentes: Isaac Newton y Gottfried Leibniz. A finales del siglo XVII, ambos trabajaron de forma independiente en la formalización de estas herramientas matemáticas, sentando las bases del cálculo moderno. Por supuesto, esto no estuvo exento de polémica. ¿Y a quién no le gusta un buen salseo de cotilleo?

Cuando la aspereza se instauraba en la clase, hacía una pausa y comentaba: “Se dice que la batalla por el cálculo infinitesimal fue tan épica como la de David contra Goliat, solo que con más pelucas y menos lanzas”. Aprovechando algunas sonrisas, continuaba: “De un lado, Newton, el genio inglés con su método de fluxiones, tan misterioso como él mismo. Del otro, Leibniz, el alemán polímata, con su notación elegante, tan precisa como un reloj suizo”. Está claro que tuve que explicar qué significaba la palabra polímata.

Lo cierto es que Newton —cual ermitaño matemático—, garabateaba sus fórmulas en manuscritos secretos, mientras que Leibniz —como una abeja diligente—, polinizaba las ideas matemáticas por toda Europa. Ambos, celosos de sus descubrimientos, se lanzaron a una guerra de cartas y publicaciones, llenas de acusaciones de plagio y burlas académicas. Vamos, lo que hacemos hoy usando los grupos de WhatsApp.

En una ocasión, Leibniz envió a Newton una carta llena de alabanzas a su trabajo, insinuando de paso que él había llegado a las mismas conclusiones de forma independiente. Newton, al leerla, solo gruñó: "¡Me han robado mis fluxiones!". La disputa se intensificó, dividiendo a la comunidad matemática en dos bandos: los newtonianos y los leibnizianos. Eso sin Twitter, perdón X.

Al final, como en todo buen drama, la historia tuvo un final anticlimático. Con el paso del tiempo, la comunidad científica se dio cuenta de que ambos genios habían hecho contribuciones importantes al cálculo infinitesimal, de forma independiente y casi simultánea. Hoy en día, sus nombres se recuerdan juntos como los padres de esta poderosa herramienta matemática.

Y así, la batalla por el cálculo infinitesimal terminó, no con un golpe épico, sino con un bostezo académico y una taza de té frío. ¿Cuál es la moraleja de la historia? La genialidad puede ser tan competitiva como un juego de ajedrez, pero al final, las matemáticas siempre ganan.

Más de dos décadas después, uno de aquellos alumnos pasó por Madrid y quedamos para un té y actualizarnos. Fernando —es su nombre—, todo un analista ejecutivo de una multinacional, me confesó: no fuiste un profesor, fuiste el maestro que le dio sentido a estudiar ciencia.

Cierto o no, la conclusión es que las Matemáticas --como los cuadros de Caravaggio-- son a la par enigmáticas y bellas, tan sólo es necesario que alguien nos muestre esa hermosura.