Hace un par de meses pasé cuatro días con un niño de 3 años y una niña de 6. Sangre de mi sangre. Cuatro días con sus noches, sus comidas, cenas, cacas, pises y demás efectos no precisamente especiales. Cuando se los devolví a su madre, carne de mi carne, mi hija, le dije con una amplia sonrisa: “La naturaleza es muy sabia porque los hijos hay que tenerlos a otras edades”. Hijos postizos, me dijo, y rió ella también. Y pensé yo para mis adentros: hasta la próxima.

Yo soy más joven que aquella a quien nombraré sin nombrar. Quienes me conocen saben que tengo energía para dar en adopción. También que me encantan los niños, tanto que cuando estoy en un restaurante o lugar público adoro incluso el llanto de un bebé y mi mirada suele hacer de imán para los que ya tienen uso de la suya y manos para ofrecer su tacto.

No juzgaré el deseo de ejercer de madre en esa etapa que ahora se conoce como silver. Ni siquiera por más que nos hallamos reído de conocidos abuelos convertidos en padres a manos de jovencitas. Aunque, por cierto, muchos señores jubilados se casan o no con treinteañeras y nadie hace juicio ni escarnio si procrean. Digo que no juzgaré ni contribuiré a un miligramo de juicio público porque entiendo que este es el undécimo mandamiento. Y no pecaré. 

Solo diré que la maternidad en sí misma no es un derecho. Especialmente cuando a ojos ajenos se percibe como un capricho. Perdón por la comparación, pero alguien amante de los animales puede adquirir o adoptar un perro cuando pierde a otro. Perdón, digo, pero incluso para esa adopción también se considera la edad del posible dueño. Las madres y los padres no son eso, no son dueños. Las madres y los padres que adoptan o lo intentan no van al orfanato o a la institución en la que moran sus posibles y futuros hijos o hijas y se lo llevan cheque mediante. Suelen ser investigados seguramente con la severidad que requiere el caso, más allá de horrores asociados que también conozco.

Los niños, las niñas, no se compran o no deberían comprarse. Ni se venden o no deberían venderse. Ni se compra un cuerpo para engendrarlos o no debería comprarse. Ni dan la felicidad. Lo siento. O no la dan siempre. Aunque mis hijas me hayan proporcionado más de la que habría soñado. Los hijos no son nuestros. No son un bien de posesión. No son un bien de consumo. Ni el sustituto del prozac, ni un arregla parejas. Eso sí, los hijos, los nuestros, las hijas, las nuestras, la infancia tienen derechos. Y hay quien parece ignorarlos. 

Me decía estos días una gran amiga que conocía parejas de hombres felices a raíz de haber sido padres por gestación subrogada. Yo también. Y parejas de todo tipo. Tampoco los juzgaré. Para eso ya está o ya estaría la justicia, que en España declara ilícita esta práctica y su publicidad, considerándola en la nueva Ley del Aborto, "violencia contra las mujeres en el ámbito de la salud sexual y reproductiva". Ya estaría, si no fuera porque al parecer se escapa a su acción la de quienes ejercen la suya fuera de nuestras fronteras. Diría lo mismo que he escuchado a muchas personas estos últimos días: la adopción es un magnífico recurso y hay niños y niñas esperando hogares, familia, también en régimen de acogida, que es otra opción. Y repito: la maternidad no es derecho; tampoco una obligación. E insisto: no juzgo. Solo recuerdo la necesidad de buscar siempre el interés superior del menor.

Sí me atrevo no solo a juzgar sino a denunciar la utilización del cuerpo de una mujer para gestar y entregar, cosificada, reducida a un útero. No es sostenible. Si me atrevo a denunciar la barbaridad que supone para una mujer tener a un hijo nueve meses dentro para parirlo y entregarlo a otros, eso sí, dinero mediante. Y no me valen esas voces que, como ocurre en el caso de la prostitución, inmediatamente replican: “¿Y las que lo hacen libremente?”. Simplemente porque no me lo creo.

No puedo creerlo ni imaginarlo porque soy y he sido libre, también de ser o no ser madre. No hablaré de mi moralidad, ni de la moralidad en general. Simplemente de derechos. De los que se creen con derecho a comercializar con las mujeres y sus cuerpos, personas cuyos ingresos les permiten convertir en objeto carente de dignidad a esas otras sin recursos. Porque en estos como en otros casos donde se usa y abusa de la mujer, estamos ante seres desnudos de derechos, pobres, en riesgo de exclusión, a veces en manos de redes que las obligan a parir a imagen y semejanza del Cuento de la criada de Atwood.

No puedo creerlo, porque como mujer y madre que soy, no imagino hormonarme para otros, vomitar para otras, engordar no sé cuántos kilos para otros, ponerme en peligro para otras, dormir mal, respirar mal, entrar en un paritorio para otros, someterme a una cesárea, inyectarme, vivir el dolor de la subida de la leche, tener puntos externos y a veces internos, sentir el miedo a la salud del ser que llevo dentro, sufrir hemorragias para otros. No puedo ni imaginar vivir la felicidad de albergar un ser humano y de estar incubándolo durante nueve meses, leerle poemas, ponerle música, fantasear con su carita, adorar sus manos y sus pies que se salen por las esquinas del vientre en golpes cuya repetición deseas, llorar de emoción solo de soñar con tenerlo en brazos… para pasarlo a los de otras u otros.