Enrique Gil Botero
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La fortaleza de la democracia depende, en gran medida, de la solidez e independencia de su poder judicial. En América Latina, las crisis democráticas suelen tener una raíz común: la debilidad de las instituciones judiciales y la incapacidad de los jueces para actuar sin presiones políticas.

La independencia judicial no es un lujo institucional, sino la piedra angular del Estado de derecho.

De esta manera, la democracia no puede sobrevivir sin jueces independientes que garanticen la efectividad de los derechos y limiten el abuso del poder.

Democracia y Estado de derecho

Desde sus orígenes, la democracia y el Estado de derecho han estado íntimamente ligados. Mientras la primera se ocupa del ejercicio del poder político, el segundo regula jurídicamente ese poder y lo somete a normas y principios.

El filósofo Elías Díaz lo definió como la "institucionalización jurídico-política de la democracia", es decir, el mecanismo que convierte los valores de libertad, igualdad y solidaridad en normas obligatorias.

Un auténtico sistema democrático debe sustentarse en tres pilares: la protección de los derechos y las libertades, la separación de los poderes y la legitimación del poder a partir de la voluntad popular.

En este esquema, el juez, especialmente el constitucional, ocupa un lugar privilegiado al ser el último garante de la Carta de Derechos y el intérprete supremo de los límites del poder.

Durante el siglo XIX, esta figura legal fue concebida como una transmisora de la ley. Montesquieu la definió como "la boca que pronuncia las palabras de la ley".

Sin embargo, esta visión mecanicista es hoy insostenible. Las normas no son fórmulas cerradas, sino principios que requieren interpretación. Así pues, el juez contemporáneo ya no se limita a aplicar la ley, sino que la completa, la adecúa y, en ocasiones, la confronta frente a la Constitución.

El guardián de la Constitución

El control de la constitucionalidad es la manifestación más clara del papel político del juez dentro del Estado de derecho. Aunque el precedente más conocido es el caso Marbury vs. Madison (1803), en el que el juez John Marshall consagró la supremacía constitucional, el principio de que el derecho está por encima del poder es mucho más antiguo.

El modelo estadounidense de control judicial se extendió luego a Europa, donde el jurista Hans Kelsen (2001, p. 11) diseñó en 1920 el sistema de control concentrado, confiando a un tribunal constitucional la tarea de velar por la coherencia del orden jurídico.

Frente a su visión, Carl Schmitt (1931, p. 21) temía que esta atribución llevara a la dictadura de los jueces. Sin embargo, la historia demostró lo contrario: la independencia judicial es la mejor garantía contra cualquier forma de tiranía, incluso la de las mayorías.

Imagen elaborada por la OEI.

Imagen elaborada por la OEI.

Al fin y al cabo, nadie puede ser juez de su propia causa: el control constitucional requiere de un poder judicial autónomo, neutral e independiente.

Más tarde, el modelo kelseniano fue adoptado progresivamente por Europa y América Latina. En Colombia, la Constitución de 1991 instauró una Corte Constitucional con amplias competencias para ejercer dicho control, combinando elementos del sistema europeo con la tradición del judicial review norteamericano.

En este proceso, a través de la acción de tutela y el control de la constitucionalidad, los jueces colombianos han sido protagonistas de la expansión y protección de los derechos fundamentales.

Los jueces

La experiencia latinoamericana ha demostrado que los jueces son los pilares esenciales de la democracia. En Colombia, por ejemplo, las Altas Cortes han desempeñado un papel decisivo en la defensa del Estado de derecho.

La Corte Suprema, mediante su Sala Penal, procesó a congresistas vinculados con el narcotráfico y el paramilitarismo, lo que ha reafirmado que la justicia puede, y debe, actuar incluso contra los poderosos.

El Consejo de Estado, por su parte, ha protegido el principio democrático al vigilar la legalidad de los actos administrativos y garantizar la transparencia electoral. Cada una de estas actuaciones demuestra que la justicia no interfiere en la política: la depura y la fortalece.

Un caso emblemático de independencia judicial fue la decisión de la Corte Constitucional de 2010, la cual declaró inconstitucional el referendo que pretendía habilitar la segunda reelección presidencial.

A pesar de la popularidad del presidente y la mayoría parlamentaria que lo respaldaba, el tribunal actuó con absoluta autonomía, recordando que en este sistema político el poder tiene límites.

Sobre todo, esa decisión salvaguardó los principios de alternancia, equilibrio de poderes e igualdad política, y evitó una peligrosa concentración del poder.

Por tanto, en la independencia judicial se gesta el destino de la democracia.

La independencia judicial

La independencia judicial se construye sobre dos valores esenciales: la imparcialidad y la autonomía. Como señaló el jurista Perfecto Andrés Ibáñez (1997), se trata de una metagarantía: la condición que hace posibles todas las demás garantías del juez.

En ese sentido, existen tres dimensiones complementarias de la independencia judicial:

Externa, que protege a la judicatura de las presiones de los otros poderes del Estado.

Interna o personal, que asegura que cada juez decida libremente, sin interferencias jerárquicas ni temor a sanciones.

Fáctica, que exige que los jueces estén a salvo de las presiones de los actores sociales, económicos o criminales.

Estas dimensiones requieren un respaldo institucional. Además, una carrera judicial sólida y cierta estabilidad laboral, autonomía administrativa y presupuestal son condiciones indispensables para que la justicia cumpla su misión. Sin estas garantías, la independencia se vuelve una ficción.

Como advierte Ernesto Garzón Valdés (2002), la función del poder judicial en una democracia consiste en garantizar la estabilidad del sistema político, y ello solo es posible si los jueces actúan con imparcialidad y se mantienen ajenos a los intereses del poder.

Crisis democrática

Como se ha visto antes, cuando la justicia se subordina al poder político, la democracia entra en crisis. Igualmente, las interferencias del Ejecutivo o del Legislativo en las decisiones judiciales debilitan la confianza ciudadana y rompen las reglas del juego democrático.

Casos como el cierre del sistema judicial en el régimen de Fujimori en Perú, o las manipulaciones en la designación de los magistrados durante el Gobierno de Menem en Argentina, son recordatorios dolorosos de este fenómeno.

En América Latina el desafío es doble: consolidar la independencia institucional y reconstruir la imagen moral del juez. La ciudadanía percibe con frecuencia que la justicia es corrupta, lo que erosiona la legitimidad del sistema. Por ello, más allá de las reformas legales, se requiere una profunda transformación ética.

El juez debe concebir su función como una misión moral, guiada por la virtud, la rectitud y el desapego al poder. Las "relaciones peligrosas" con la política —como las denominó Ibáñez— son incompatibles con la majestad de la justicia. A las Altas Cortes no deben llegar solo los mejores juristas, sino también los más virtuosos.

El poder judicial es el ancla de la democracia. Sin jueces independientes, imparciales y éticos, los derechos se vuelven retóricos y la Constitución, letra muerta. En estos tiempos de crisis democrática el juez no solo aplica la ley: la defiende frente a los abusos del poder.

Así, la independencia judicial no debe entenderse como una prerrogativa de los jueces, sino como una garantía de los ciudadanos. Protegerla es preservar la democracia misma.

*** Enrique Gil Botero es secretario general de la Conferencia de Ministros de Justicia de los Países Iberoamericanos (COMJIB).

Referencias:

Kelsen, H. (2001). La garantía jurisdiccional de la Constitución. Trad. de Rolando Tamayo y Salmoran. Universidad Nacional Autónoma de México.

Schmitt, C. (1931). La defensa de la Constitución. Traducción de Manuel Sánchez. Editorial Labor.

Ibáñez, P. A. (1997). Nuevas dimensiones de lo judicial: Legalidad, jurisdicción y democracia, hoy. Estudios de derecho judicial, 6, 9-38.

Garzón, E. (2002). El papel del poder judicial en la transición a la democracia. Jueces para la democracia, 45, 45-52.