Elsa Arnaiz Chico
Publicada

Las redes sociales prometían una comunidad, pero nos dieron métricas. En lugar de plazas, timelines. En vez de conversación, scroll.

Lo que parecía una revolución democrática se ha convertido en su parodia: vínculos efímeros, identidades fragmentadas y una ciudadanía emocionalmente agotada.

Para la generación Z, lo digital no es un espacio más: es el entorno por defecto. Nacieron con una conexión constante, pero no por ello mejor acompañados.

El 98,9 % de los menores españoles consulta las redes a diario (Observatorio Nacional de Tecnología y Sociedad, 2022).

A la vez, en países como Argentina, cuatro de cada diez adolescentes están conectados a internet todos los días (Familia Salesiana, 2015)  y la mayoría de ellos acceden al teléfono antes de los diez años, según UNICEF (Cazeneuve, 2025).

Pero no se trata solo de frecuencia, sino de sentido. De cómo esa interacción, lejos de tejer esa comunidad, ha acelerado el aislamiento, la comparación constante y una desafección cada vez más profunda.

Si no estás conectado, no existes. Pero si estás conectado tampoco te sientes parte.Los sistemas que gobiernan nuestras pantallas no fueron diseñados para favorecer el entendimiento mutuo, sino para maximizar la permanencia.

Stuart Russell, profesor de la Universidad de California en Berkley, que ha dedicado décadas a investigar la inteligencia artificial, lo explica con claridad quirúrgica (Adamo Idoeta, 2021): estas plataformas "crean adicción, depresión, disfunción social, tal vez extremismo, polarización de la sociedad y, tal vez, contribuyen a difundir la desinformación".

El resultado es un oxímoron generacional: hiperconectados, pero aislados; constantemente estimulados, pero emocionalmente extenuados.

El algoritmo no dialoga: predice

El problema tampoco es solo técnico. Es profundamente filosófico y democrático. Las plataformas que articulan hoy gran parte de nuestra experiencia social no están diseñadas para promover el entendimiento, sino para maximizar la permanencia.

Y eso tiene un precio: lo escandaloso se comparte, lo complejo se omite. El pluralismo no viraliza. La rabia sí.

Lo saben hasta sus creadores. Antiguos empleados de Silicon Valley lo han reconocido con crudeza: sus plataformas "dañan a los niños, provocan divisiones y socavan la democracia" (Adamo Idoeta, 2021).

Sin embargo, seguimos haciendo doble tap. Porque lo emocional vende. Lo racional aburre. Y lo que se comparte no es lo que nos conecta, sino lo que nos enfrenta.

Como advierten Yochai Benkler, Robert Faris y Hal Roberts en Network Propaganda, los algoritmos, diseñados para maximizar el compromiso del usuario y los ingresos publicitarios, tienden a priorizar el contenido sensacionalista emocionalmente cargado y polémico.

Ilustración creada por la OEI.

Ilustración creada por la OEI.

No importa si es cierto, sino si engancha. Y eso convierte al entorno digital en un campo fértil para la simplificación y la manipulación.

Jonathan Haidt (2022) también avisa de que estas plataformas, al recompensar la exhibición moral y el señalamiento del otro, generan un ecosistema donde la identidad se afirma a través del conflicto, y no del reconocimiento.

La lógica es perversa, pero simple: cuanto más alteradas, más enganchadas. Cuanto más enfrentadas, más predecibles.

Lo que parecía libertad de expresión es, en realidad, una fábrica de saturación. Una economía de la atención que convierte nuestra vulnerabilidad en datos y nuestra opinión en productos.

La ciudadanía se convierte así en la audiencia, y la deliberación democrática en el espectáculo. Las emociones más intensas —la indignación, el miedo, el desprecio— no solo son las más compartidas: son las más rentables.

La arquitectura algorítmica premia lo que polariza, no lo que explica. Y, especialmente, la viralidad desplaza a la veracidad, y ese desplazamiento tiene un coste: el debilitamiento estructural del debate público.

No es que las redes hayan inventado el conflicto, pero lo han profesionalizado: identidades enfrentadas, matices desactivados, debates reducidos a consignas.

La política se ha convertido en una guerra simbólica permanente, donde la atención se conquista a gritos y los algoritmos actúan como jefes de campaña invisibles. Cada diferencia se convierte en una batalla moral. Cada conversación en un campo de batalla emocional. Y eso tiene consecuencias estructurales.

En España, el 92 % de los jóvenes cree que su voz importa poco o nada para la clase política. El 87 % no se siente representado.

Aunque no es desinterés, es una exclusión aprendida. Un aprendizaje cotidiano, en plataformas donde expresarse no significa ser escuchado, y donde el poder no se redistribuye, sino que se simula.

Mientras tanto, las instituciones democráticas siguen operando con las lógicas del siglo XX. Los parlamentos, partidos y medios luchan por mantenerse relevantes en un ecosistema donde los algoritmos deciden lo visible, y lo visible define lo debatible.

Como señalan Benkler y sus coautores, la esfera pública solo es efectiva si existen condiciones estructurales que garanticen la visibilidad plural y la circulación rigurosa del discurso.

Ya no basta con respaldar la libertad de expresión: hay que asegurar las condiciones materiales para que esa expresión pueda tener un impacto, un contexto y una veracidad.

Por ejemplo: la retransmisión constante de la guerra en Gaza, y la saturación emocional de imágenes sin contexto, han convertido la tragedia en contenido y el dolor en entretenimiento.

La desinformación no circula sola: lo hace a lomos de una arquitectura que prioriza lo rentable sobre lo relevante. Y esa economía emocional no activa: agota.

No estamos ante una dictadura digital al estilo clásico. Lo que enfrentamos no es una censura directa, sino una forma más sofisticada de captura: la saturación.

Un flujo ininterrumpido de estímulos que ahoga el sentido, una abundancia tóxica que anestesia el juicio. La infoxicación no es un efecto colateral, es parte del diseño. Una ciudadanía desbordada no se moviliza: desliza. No exige: reacciona. No transforma: sobrevive. 

La democracia necesita algo más que derechos formales: requiere condiciones cognitivas, emocionales y simbólicas que permitan la participación con sentido. Pero esas condiciones hoy están bajo ataque no por decreto, sino por diseño.

Reprogramar lo común

Por lo tanto, si nos consideramos verdaderos demócratas debemos preguntarnos: ¿cómo sostener una esfera pública deliberativa si todo está mediado por plataformas privadas que deciden qué entra y qué no en nuestras burbujas? ¿Cómo construir una ciudadanía crítica en una cultura del shock, del clic, del like?

Frente a esta realidad, el reto no es solo regular. Es reaprender. No basta con saber navegar. Hay que saber desmontar los algoritmos, los sesgos y las narrativas.

Hace falta una alfabetización crítica que devuelva a la ciudadanía el control sobre lo que ve, lo que comparte y lo que cree. Porque no se trata solo de saber cómo funcionan las redes, sino de entender para quién funcionan. Y en qué medida están moldeando lo que consideramos deseable, tolerable o inevitable.

No se trata solo de pedir a las plataformas que sean más responsables, sino de reconocer que el diseño mismo del entorno digital está configurando nuestras democracias.

Lo que hoy tenemos no es un espacio público, sino un mercado de la atención: cada clic es una microdecisión emocional; cada algoritmo es una arquitectura invisible de la distribución del poder simbólico.

Es imperativo trazar pactos nuevos —entre los medios, las plataformas, las instituciones y la sociedad civil— que no giren en torno a la viralidad, sino a la verdad.

Que entiendan que el pluralismo no es una amenaza, sino la única garantía de convivencia democrática. Que comprendan que el problema no es solo lo que se dice, sino quién decide qué se ve y bajo qué lógica de negocio.

Porque si seguimos delegando la construcción de lo común en sistemas cuyo objetivo es mantenernos enganchados —no informados, ni representados, ni empoderados—, lo que estaremos automatizando no es el acceso, sino la exclusión.

La respuesta pasa por construir una soberanía informativa. No como un eslogan, sino como política pública: que garantice una pluralidad real, que invierta en la alfabetización crítica, que regule el diseño algorítmico y que devuelva a la ciudadanía el control sobre sus propias condiciones de participación.

Porque si no intervenimos nosotras primero —con política, con memoria, con comunidad—, el futuro no será más democrático. Será más automático, más emocionalmente precario y más políticamente desigual.

*** Elsa Arnaiz Chico es presidenta de Talento para el Futuro.