Apenas podía avanzar Mariano Rajoy por la calle Michelena. “La gente se le echaba encima”, cuenta Jacobo Moreira, número uno del PP de Pontevedra y acompañante del presidente en la visita a la ciudad donde ejerció como concejal.

“Todo el mundo quería una foto, una firma o un apretón de manos”, recuerda Moreira. “Tardamos más de media hora en recorrer apenas cien metros”.

Quienes lo acompañaron cuentan que Rajoy estaba encantado. Sonriente y cercano. “Se paraba con todos, estaba muy a gusto”, recuerda Moreira. El ambiente era relajado y fluía el contacto entre los ciudadanos y el presidente. La Policía permitía el baño de masas y el propio Moreira ejercía de fotógrafo con los móviles de los vecinos.

La última foto que Moreira hizo ese día fue ya en la plaza de la Peregrina, donde desemboca la calle Michelena y epicentro vital de Pontevedra. Una plaza por la que Mariano Rajoy ha caminado un millón de pasos.

“Cogí el móvil de una chica que me pidió que le hiciese una foto con el presidente”, rememora Moreria. “En ese momento recuerdo haberme fijado en un chico con cazadora oscura que estaba al lado, pero no le hice demasiado caso”. Justo cuando Moreira preparaba la foto, el chico de la cazadora armó el brazo y le dio un puñetazo en el pómulo a Rajoy. “El golpe fue tremendo”, cuenta Moreira. “Tengo grabado cómo sonó. Fue terrible. No entiendo cómo no lo dejó inconsciente”.

Quienes lo vieron se quedaron atónitos: “Estábamos perplejos. Es que, sencillamente, no nos lo podíamos creer. Le acababan de pegar un puñetazo al presidente del Gobierno”. Las gafas de Rajoy saltaron rotas de su cara y cayeron entre los pies de los presentes. Los más cercanos gritaron. Quienes estaban algo más lejos sólo alcanzaron a ver el tumulto de los escoltas abalanzándose sobre el agresor.

Tenía 17 años y se llamaba Andrés D. V. F. pero sus amigos le conocían como 'Capi'.

La reacción del presidente

Rajoy se quedó aturdido. Casi de una forma refleja repetía la pregunta: “¿Dónde están mis gafas?”. Moreira le preguntó cómo se encontraba pero el presidente insistía: “¿Dónde están mis gafas?”.

Pasados unos minutos, recobró la lucidez y pidió calma. “Les dijo a los policías que se tranquilizaran. Me sorprendió su entereza. Les dijo que no quería jaleos, que se tranquilizaran. Los policías estaban supernerviosos”.

El agresor se resistió y hasta intentó golpear a uno de los agentes, pero fue arrastrado hasta un local comercial, la inmobiliaria Pedrosa, donde estaba Rubén Costas, un comercial. “Nos pegamos un susto tremendo”, cuenta. “Escuchamos que había como un tumulto y de pronto entraron en tromba cuatro personas en el local. Creíamos que era una pelea”.

Un policía se identificó mientras otros dos esposaban, ya en el suelo, a Andrés. “El chico gritaba: '¡No soy ningún terrorista!' y la policía intentaba que se calmase”.

Cuando lo lograron, sentaron al joven en una silla. Fue entonces cuando Rubén se dirigió a él: “Pero hombre, ¿cómo haces algo así? Vaya lío te has buscado”. El agresor respondió de inmediato: “No me arrepiento, lo volvería a hacer”. Unos 20 minutos después, lo sacaron del local y se lo llevaron de allí.

Sin móviles políticos

El instituto público Sánchez Cantón se encuentra a unos 200 metros del lugar donde tuvo lugar el incidente. Allí está matriculado Capi y allí estudian algunos de los amigos con los que habla por WhatsApp.

Una chica me dice que ninguno de los amigos de Andrés ha venido hoy a clase. Después se queja de que se está haciendo “una bola de mierda” de todo esto. “No es ningún asesino”, dice enfadada.

El Sánchez Cantón es el último de una larga lista de colegios por los que ha desfilado Capi. Sus amigos lo definen como un chaval desconfiado con bruscos cambios de humor pero no como una persona violenta. “Es un tío peculiar, especial, pero sin más”, dice uno que prefiere no dar su nombre.

El joven padece trastornos de ansiedad y cuadros de depresión, lo que le llevó a consumir ansiolíticos en exceso y también cannabis. Sus cambios de humor se convirtieron poco a poco en peleas y algunos desmanes. Que sus amigos recuerden, tuvo algún enganchón con algún portero de discoteca o con algún otro adolescente, pero nunca nada equiparable a lo del miércoles.

Capi es el mayor de tres hermanos y pertenece a una familia acomodada de Pontevedra que lleva años tratando de reconducir su situación. “La familia está bastante desesperada con él”, confiesa el director de uno de los colegios en los que estudió. “Lo han intentado todo”.

Ese todo incluye haberlo matriculado en el mejor colegio de Pontevedra, el SEK, y haber sido internado en otros dos: el Sagrado Corazón de Lalín y Los Sauces. En este último estuvo el curso pasado y el director explica que fue “invitado a irse por no adaptarse al comportamiento exigido por el centro”.

Los Sauces es un colegio de prestigio en Pontevedra situado fuera de la ciudad. Hay que subir un pequeño monte para llegar a un moderno centro dotado de piscina climatizada, aparcamiento y varios laboratorios. Capi duró allí un curso y medio.

“Lo raro es ser de Pontevedra y estar internado en un colegio que está en Pontevedra. Joder, muy mal tenían que estar las cosas en su casa para que ocurriera eso”. Quien dice esto es un compañero del joven que compartió con él el internamiento en Los Sauces.

“Sufrió mucho, al menos durante el tiempo en el que yo coincidí con él. Le hacían bullying. Había un grupo de tres o cuatro chavales que le pegaban y le daban palizas”. Los Sauces es un centro en el que comparten internado chavales becados por deporte y balas perdidas de familias bien.

“Solía estar con la mirada perdida, muy distante y cerrado”, explica su compañero. “No era violento hasta que le saltaba el click. Entonces se volvía loco. Eran como ataques de ira. Le ocurría a veces, sobre todo cuando le pegaban estos chicos”.

En aquel año Capi ya estaba completamente fascinado con el mundo ultra. Le encantaba la cultura de las gradas y adoptó la estética futbolera de extrema izquierda. “No hablaba de otra cosa”, explica su colega. “Eran siempre política y fútbol mezclados”.

El joven empezó a acudir al fondo de Pasarón, el estadio del Pontevedra CF. Desde el año pasado iba a los partidos con la peña Mocidade Granate, un grupo de animación del club. Uno de sus miembros, que pide mantenerse en el anonimato, explica que se trata de un grupo de hinchas, no de ultras. “Nos gusta la estética y la cultura hooligan, pero de ninguna manera somos violentos. En nuestro año y medio de vida no hemos tenido una sola pelea”.

Andrés se parapetaba en Mocidade Granate y “jugaba a ser ultra” junto a otro reducido grupo de chavales de entre 15 y 17 años, según explica el miembro de la peña.

Se vestían como ultras y se politizaron al extremo izquierdo, denominándose a sí mismos antifascistas. Pero no pasaron de ser un grupo de adolescentes cautivados por una idea sin ninguna vinculación real a partido o asociación política. “Son un grupete de chavales a los que les gusta el fútbol pero sin más”, dice el hincha del Pontevedra. “No son violentos”.

“Voy a pegar a Rajoy”

Pasadas las seis y media de la tarde del miércoles, Capi salió de su casa situada en una céntrica calle de Pontevedra y se hizo un selfie que envió al grupo de WhatsApp de sus amigos. El grupo se llama LDS: unas siglas que significan 'Los de siempre' y que identifican a un grupo de amigos en el que 'Capi' fue agregado hace poco y que no tiene ningún tipo de sesgo político o radical.

Los miembros de la pandilla se muestran “alucinados e indignados” con lo que aparece en algunos medios de comunicación. Aseguran que no fue un ataque organizado ni el fruto de un extremismo cultivado en el estadio de la ciudad.

Junto al selfie, enviado a las 18:39, Capi anunció “Ya estoy saliendo a ver a Rajoy” y añadió que le iba a pegar. Los mensajes que suceden al anuncio aparecieron ayer en varios medios de comunicación pero sin contexto. En ellos se leían frases como “Capi, mátalo”, “Los pulgares en los ojos” o “escúpele en las cuencas”. Pese a la violencia verbal, se trataba sólo de las bromas pesadas de los amigos, que respondieron en el grupo sin pensar que las intenciones del joven eran reales.

Uno de los amigos sacó un pantallazo de la conversación y lo envió a otro grupo para seguir bromeando. Al ver horas después la captura en algunas páginas, no salían de su asombro.

Quienes conocen al chaval que hizo el pantallazo dicen que está abatido. Otros amigos se explican indignados: “Es obvio que se trata de una broma. Son comentarios de coña de cualquier grupo de colegas. La interpretación que se ha hecho nos tiene muy preocupados porque tiene que quedar claro que nosotros, todos los amigos, estamos indignados con lo que ha hecho 'Capi'. No nos lo podemos explicar”.

Capi fue solo al encuentro del presidente. Ninguno de sus amigos creyó que estuviera hablando en serio. No hubo ni apoyo ni coordinación de ningún tipo. Sus amigos sólo se enteraron del puñetazo por los medios unos minutos después.

A Capi lo llevaron a comisaría y luego a los calabozos de Marín. A la mañana siguiente, le tomaron declaración.

Le acompañaba su padre. Su madre sufrió un ataque de ansiedad y no acudió a la declaración.

En Pontevedra, una ciudad tranquila y sosegada a orillas del río Lérez, no hay otro tema de conversación. Unas niñas que acuden al colegio con grandes mochilas a la espalda sintetizan el suceso con cerrado acento de la ría: “Ahora Pontevedra ya es famosa”. Capi ya es para siempre el chaval que pegó al presidente.  

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