Las encuestas son el estertor del verano, la prueba de su término, el inicio del año nuevo en forma de curso. Los periódicos las publican, los políticos las exhiben, los periodistas las comentan y a la ciudadanía se la suda. Una encuesta es una pregunta con fondo de ojos, donde cuenta más la mirada de quien la hace que la del que responde. Pero así seguimos, con la demoscopia al sol y las aceitunas en el aperitivo. Unos dicen que ganan y otros que pierden, como la vida en general, sin definir bien las líneas de la intención de voto y el voto con intención. Los sociólogos tienen mi estima, pues pasan meses enteros trabajando para describir lo que ya existe. Y si no, se lo inventan y retuercen como hace Tezanos, que es el verdadero padre de la sociología evolutiva, porque evoluciona hacia donde él quiere. Sánchez encarga las encuestas, Feijóo las disfruta, Ciudadanos las amarga y las nubes se levantan. ¡Qué delicia!

Una encuesta es un lunar en la pinacoteca nacional, una duda, una falta, una ausencia de confianza. Yo les pregunto a mis amantes todas las noches después del acto y dicen que bien. Y no sé yo. Mienten como la luna cuando da la espalda. Por eso no pueden tomarse en serio las encuestas. Van mentidas por detrás como crisantemos ajados a la solapa. Pero son divertidas, sin duda. Las lees, las ves y sonríes. Es la prueba de que estamos vivos y aún queda pálpito. Yo creo que respondemos lo que quisiéramos y no lo que somos. A mí si me preguntan este verano, yo hubiese pensado que mi personaje era Salmones, pero habría contestado Van der Layen. Así pasa con todo, pero seguimos divirtiéndonos.

Todo el mundo tiene derecho a comer, de eso soy firme partidario. Se funde una luz en la casa y llamo al electricista o se rompe un grifo y viene el fontanero. Por eso es necesario que haya también encuestadores. De hecho, me hubiera gustado serlo. Pero encuestador en persona, no por teléfono. Llamar al timbre de la puerta y que te echen con cajas destempladas por el rellano igual que a los testigos de Jehová. O que te hagan pasar dentro. He ahí la victoria. Con una sola vez que lo consiguiera, éxito asegurado. Porque pondría todas las respuestas en solfa a la luz del cajón de la cómoda. Ahí sí que se calza una Biblia y está la sociología verdadera, la que se oculta tras la puerta del dormitorio.

Las encuestas, en fin, son un pasatiempo divertido, un Ocón de Oro en sábado por la tarde, una sopa de letras desdibujadas. Lo mejor son los gráficos y los colorines, las curvas, las flechas y los índices, sobre todo cuando van hacia arriba y suben como las erecciones y los precios. Yo he hecho una encuesta en mi vida y me sale entre buena y regular. No he tabulado los coitos ni las cervezas por si rompían la media. Hacia arriba o hacia abajo, que ya no me acuerdo. Los teleoperadores debían estar prohibidos o, como mucho, contar historias de amor a la siesta. Así venderían más.

Septiembre se deshilacha en encuestas y los políticos se frotan la espalda tras las puertas. Ya me han enseñado cinco y todas bien. El precio del gas debería ser una encuesta corregida y cocinada. Eso quiere Sánchez con el destope, que es lo mismo que el destape pero sin bragas. A Pedro se le da bien la cocina de las encuestas, aunque luego sale a la calle y se churrasca. Alberto no se fía y hace bien, Ayuso lo contempla. La próxima variable a incluir será Macarena Olona y su camino de Santiago. Apóstol, no Abascal. En el fondo, todo esto es muy entretenido. Hubiera molado una encuesta a fondo entre los músicos del Titanic.