No existen guerras buenas, ni útiles, ni convenientes. Como tampoco existen guerras que sean santas o cruzadas. Ningún dios creador puede querer que nadie muera en su nombre. Las guerras preceden y conviven con otras catástrofes: sequias, epidemias, hambrunas. Las guerras dejan escombros humanos, ruinas morales. Nada, ninguna ideología, ningún proyecto personal, ninguna filosofía, ninguna teología pueden justificar la guerra. Incluso las muy idealizadas en la historia de la humanidad resultaron inservibles.

La contada por Homero, en la Ilíada, poetizada por el rapsoda desconocido, fue una guerra sin motivo y sin causa. Así lo entendieron los que serían héroes de aquella guerra estéril: Aquiles, Ulises, Héctor, Príamo. No digamos las mujeres, que todas tuvieron clara su inutilidad. Las guerras son fáciles de organizar. Se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo y cuando acaban.

Las guerras se inician con discursos optimistas, pero terminan con cantos de tristeza. Ernest Jünger, en su libro clásico “Tempestades de Acero”, nos contó el comienzo de la guerra de 1914. “Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas… Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores en una embriagada atmosfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, esplendidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío”.

Nadie cuenta lo que supondrá, lo que costará, pero el balance final descubrirá los desastres materiales y humanos y los años que se necesitarán para superar las catástrofes que deja. En el siglo I a. C. ya Estrabón escribió que la guerra de Troya había empobrecido a todos. “No solo los vencedores echaron mano de la piratería por su pobreza, sino aún más los vencidos que sobrevivieron a la guerra”. La guerra  es un negocio a pérdidas para la mayoría de las gentes, aunque haya individuos que se enriquezcan con la venta de armas y pertrechos bélicos. Deberían ser proscritos antes y después de las guerras.

A las guerras les antecede la diplomacia. Las reuniones a distintos niveles y en distintos ámbitos, unas publicitadas y otras ocultas. La realidad se descubrirá cuando ya sea tarde. Conocemos, porque lo hemos vivido, que la Administración Bush compuso una red de mentiras improbables para argumentar la invasión de Irak. El Sr. Aznar, presidente del gobierno de España, sustentó aquellas mentiras y le pidió a los ciudadanos que le creyeran. Aseguró que era una guerra justa. Pronto se descubrieron las mentiras.

Aquiles, atormentado por la farsa que protagonizará, entiende que la guerra de Troya carece de razón salvo para la ambición de neuróticos jefes militares. Sabe también que es la guerra que los dioses no quieren librar en el Olimpo y la trasladan a la tierra. El juego, desde entonces, lo repiten los poderosos, los autócratas y los necios. El Imperio romano libró sus batallas decisorias en el Mediterráneo. Estados Unidos salvó su economía, destruida por la Gran Recesión, participando en la guerra en Europa. Después reforzó esa economía, declarando guerras en lugares más alejados hasta la reciente salida de Afganistán. La Rusia autocrática de Putin invoca presuntas inseguridades de su integridad territorial y rodea Crimea con tropas y armamento de última generación. Un poder destructivo que hay que probar. Mientras van y vienen documentos que, sabemos, no servirán para nada. La cuestión ahora es si lo que suceda afectará a toda Europa como ya ocurriera en experiencias anteriores. Sumariamos, en medio de un cambio climático, una recesión económica en 2008, una pandemia en 2020 y una guerra a continuación.