El PP se ha echado a la calle para pedir el fin del sanchismo y la corrupción. Como es la derecha, alguna liebre llevarán dentro sin que sepamos cuál es. Leo a amigos míos socialistas de toda la vida la justificación de la decrepitud y el hedor de este final de época y compruebo, por tanto, que la ideología es mucho peor que la religión. Por esta hace ya tiempo que terminaron los autos de fe, mientras que por la primera se lapida con IRPF a quien ose toser al líder.
Hacía tiempo, casi desde las catacumbas de los romanos que describe Posteguillo, en que el olor nauseabundo no llegaba tan alto, pero debe ser que la alergia otoñal y la rinitis aguda hace que algunos sigan defendiendo a Amado Líder. La historia pasará por encima también sobre aquellos que trajeron al sanchismo y convirtieron a España en un daguerrotipo hediondo, donde hasta la fruta fresca se podría. Ábalos y Koldo han pedido un catálogo de señoritas, pero de eso no hay nada en la cárcel.
Escabeche, Anticuario y Don Anselmo eran el trío de pillos que inventó una serie de televisión que Antena 3 echó en los noventa. Eran herederos legítimos de Guzmán de Alfarache, el Buscón don Pablos o Rinconete y Cortadillo. La gracia era la misma que la del Lazarillo o Juncal, ese torero sevillano que vivía al calor de las viejas glorias con que Búfalo le perfumaba los pies en una cafetería. Al fin y al cabo, la grandeza habita en el espíritu, aunque el cuerpo se depaupere y ofrezca señales de abatimiento. En el sanchismo, no. La decrepitud parte de la frente a los talones, pasando por la entrepierna, donde alguno literalmente habitaba.
Conforme avanza el tiempo y conocemos los hechos, somos conscientes de que una banda organizada tomó al asalto los resortes del Estado desde un viejo Peugeot que se convirtió en leyenda, como el Babieca del Cid. La derecha en esto tiene también culpa, pues consintió con el bolso sobre el escaño para derivar en la actualidad hacia una guerra civil que recuerda a la de la reina Juana contra su hermana Isabel.
Pero está bien este espectáculo que nos ha tocado vivir. El telón y el escenario entero caen fulminados por el fuego y la purificación wagneriana parece incluir el teatro entero, como le gustaba al genio alemán. Los ladrones van a la oficina es una realidad desde que se gasta la mitad de lo que uno gana en pagar sobresueldos a quienes defienden el régimen por la mañana, la tarde o la noche en el noticiero documental del régimen. Lo que parece claro es que el patrón no tendría dinero suficiente para sufragar los gastos que se desprenden de la defensa de la mujer y el hermano. Por eso continúa pertrechado en las cortinas, como un gato agarrado en el filo de las uñas. Pero habrá todavía quien lo defienda alegando algún interés que se nos escapa.
El presidente del Gobierno acabará mal en cualquier caso, como el Bettino Craxi de los noventa, que terminó exiliado en Túnez. El saco de mentiras es tan grande que sepulta cualquier posibilidad de redención, aunque él mismo y sus partidarios lo crean. España tiene un nervio al que llegar es difícil, pero que cuando se alcanza, salta como un resorte. Sólo falta que los que vengan detrás no coloquen el cartel de cerrado por derribo.