Muchos de mis amigos y familiares me preguntan con frecuencia cómo es posible que haya todavía un 20 % de españoles dispuestos a votar a Pedro Sánchez en las próximas elecciones, sean cuando sean. En este lado del presunto muro, hay una mayoría de personas a las que les resulta completamente incomprensible que el PSOE siga concitando tantos apoyos después de siete años de mentiras, incumplimientos y primeras veces. En el otro lado, muchas personas no pueden comprender que haya gente dispuesta a votar a partidos como Vox o Alianza Catalana, que sigan apoyando a Ayuso o que aplaudan los discursos de Cayetana Álvarez de Toledo. Consideran estos españoles —entre los que tengo también amigos y familiares— que esas opciones políticas representan un evidente retroceso de derechos.

A unos les parece que no hay nada más grave que haber puesto la gobernabilidad del país en manos de los terroristas sin arrepentirse de Bildu. A otros les resulta inconcebible que eso sea más importante que haber subido el salario mínimo un 61 % en siete años. No pretendo ser equidistante —a estas alturas no sería creíble—: mi posición política se ajusta infinitamente más con los españoles del primer bloque. A mí me parece que la corrupción moral, económica y política que protagoniza el sanchismo no tiene parangón en la historia democrática de nuestro país.

Dicho lo cual, me parece relevante tratar de entender hasta qué punto las actitudes políticas de las personas están condicionadas por un cierto orden sociocultural del que es casi imposible salirse. Está más que comprobada, por ejemplo, la identificación en algunas personas de actitudes que valoran la igualdad, una tolerancia más amplia hacia relaciones familiares heterodoxas y una fuerte exigencia de que el Estado intervenga activamente en la redistribución de la riqueza. Es decir, que las personas que defienden uno de esos valores suelen defender también los otros. Podríamos aplicar este mismo análisis a quienes priorizan el orden económico establecido, la seguridad y las relaciones familiares y sociales tradicionales.

Y quizá esta sea la razón por la que es tan difícil que las personas rompamos esos esquemas a los que hemos llegado por razones culturales, familiares o económicas; que nos desviemos de ese camino. Al contrario, solemos orillar de nuestra conciencia las contradicciones a las que inevitablemente nos vemos sometidos cuando, por ejemplo, un caso aberrante de corrupción afecta al partido que defiende esos esquemas en los que estamos afianzados.

Como sucede con la memoria, nuestra percepción de la realidad política se vuelve selectiva. Es nuestra manera de sobrevivir, de poner a salvo la coherencia de nuestro sistema de actitudes. Así, nos escandaliza lo de Koldo, pero nos parece mucho más importante la aplicación de políticas feministas; o nos revuelve las tripas que se aplique la ley de amnistía, pero consideramos infinitamente más relevante evitar que Vox entre en el Gobierno. O, por aterrizar el argumento a la política castellanomanchega, nos pudo parecer fatal el desfalco de la CCM, pero juzgamos más relevante la defensa del agua frente a los malvados gobiernos de Murcia y Valencia.

Es importante conocer cómo funcionan estos esquemas porque, aunque por supuesto haya ciclos políticos de mayor volatilidad, la realidad es que los ciudadanos cargamos con una serie de propensiones interiorizadas que definen el modo en el que intervenimos en el proceso político. Unas orientaciones que actúan a modo de filtro y que es muy difícil modificar, puesto que nos aportan seguridad y sentido de pertenencia.

Entender estos mecanismos no sirve para justificar al otro, pero sí para no confundir sus razones con maldad o estupidez. Quizá ahí empiece la grieta por la que se caiga, por fin, este muro artificial que algunos necesitan para seguir gobernando desde el enfrentamiento.