Hay palabras que no se pronuncian, se dictan. Como sentenciar. No es un verbo que se suelte al azar, ni se dice en el tono con el que comentamos el tiempo o un marcador de fútbol. Sentenciar implica cerrar algo, aunque por dentro sigan retumbando las dudas o el famoso "no estoy de acuerdo". Porque una sentencia no es una ocurrencia, es una decisión que corta ese hilo fino que une las dudas con las consecuencias.
La sentencia no es una opinión cualquiera. Es una pieza formal, fundamentada, con procedimiento y con responsabilidad. Es —o debería ser— una de las expresiones más serias del Estado de Derecho. Es más, uno de los pilares más importantes de nuestra democracia: el poder judicial. Ese que aspiramos a que sea independiente, templado y justo. Aunque a veces nos parezca frío, lento o falible.
Y aquí empieza el enredo. Vivimos en un país donde lo que no gusta se cuestiona y lo que no conviene se simplifica. Y cuando una sentencia no baila al son de ciertos intereses, llega la frase comodín: "La acatamos, pero no la compartimos". Hasta suena razonable, porque todos hemos acatado cosas con cara de no tragar ni medio punto. El problema no es disentir: es usar ese desacuerdo como arma política y desacreditando a los jueces.
¿Es jurídicamente aceptable que quienes ostentan poder público jueguen al doble discurso? ¿Es saludable disfrazar de opinión lo que, en realidad, es un intento de deslegitimar? Y si mañana se acata, pero no se comparte que alguien no pague impuestos, o que una madre pierda la custodia de su hijo, ¿cómo sostenemos el edificio democrático?
Algunos incluso piden movilizarse "contra los jueces", como si el Estado de Derecho fuera un concurso de popularidad. Ese camino nos acerca más a una ciudad sin ley que a una sociedad madura. Pero ojo, también es cierto que la justicia debe ser lo suficientemente transparente y autocrítica como para no vivir aislada en una torre de mármol. Defender la independencia judicial no implica convertirla en un tótem intocable.
La independencia de los tres poderes no es un adorno constitucional ni un capricho ideológico. Es la base del juego democrático. Pero si cada vez que una resolución nos incomoda la señalamos como injusta, torcida o sospechosa, ¿qué mensaje transmitimos? ¿Que la ley vale solo cuando nos beneficia? Ni los políticos pueden ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro, ni los jueces pueden actuar como si estuvieran por encima de toda crítica razonada.
Sentenciar no es opinar. Y acatar no es aplaudir. En un país democrático, lo que dice un juez debe respetarse —y discutirse con argumentos, no con consignas— hasta que otro juez lo revoque. Lo demás es ruido, opinión disfrazada de justicia o justicia convertida en munición política.
Porque no todo es sobremesa. Hay momentos en los que las instituciones necesitan menos decibelios y más rigor. Respetar las reglas del juego no es resignarse, es protegernos a todos de nuestras propias rabietas colectivas.
Si trasladamos esto a la vida diaria, la conclusión es inquietante. Si lo que dicta un juez deja de tener autoridad porque cada uno lo sopesa según sus emociones o su partido, entonces ¿qué queda? ¿El tuit más viral? ¿La indignación más ruidosa?
Sentenciar es una palabra seria. Como lo son responsabilidad, verdad e independencia. Y quizá es hora de recuperar el fondo en los discursos, de que las opiniones no pesen más que las leyes y de que el poder —todos los poderes— entienda que la justicia no está para servir a nadie más que al Estado de Derecho.
Porque cuando los líderes olvidan que la justicia no es un instrumento, sino un equilibrio delicado que sostiene la convivencia, todo se tambalea. Sócrates decía que "una vida sin examen no merece ser vivida"; tampoco una sociedad sin respeto por sus propias reglas merece que la tomen en serio.
Menos ruido, más rigor. Menos consignas, más conciencia. Y, sobre todo, más respeto, no obediencia ciega, cuando habla quien tiene la responsabilidad de juzgar.
No soy juez ni parte, ni acusación ni defensa. Solo estoy cansada de ver cómo, entre tanto grito, se nos olvida que las democracias no se destruyen de golpe, se desgastan a base de desprecios disfrazados de opinión.