Así empieza la copla y, con ella, ese nudo en la garganta que no sabe si es amor o alerta. Porque los celos, ¡ay, los celos!, no se anuncian, se instalan. Llegan como ese invitado molesto que se sienta en medio del sofá y no se quiere ir. No hay emoción más universal ni más traicionera. Ni más vieja. Ni más humana.

Y no, no solo se alojan en el amor. Los celos son multiusos. Celos del hermano al que parece que papá quiso más. Celos del compañero que siempre habla primero en las reuniones. Celos de la amiga que ya no te cuenta lo que antes te contaba. Celos del brillo ajeno cuando uno anda con la autoestima en saldo.

Los celos duelen. Y duelen en dos direcciones: al que los siente… y al que los padece. Porque quien los sufre por dentro va en un carrusel sin freno: todo le hiere, todo le parece sospechoso, todo le asusta. Y quien los recibe desde fuera acaba cansado, culpable, culpado… o huyendo.

Pero no nos pongamos solemnes. A veces los celos hacen gracia. Como cuando tu perro deja de mirarte porque otro le ha dado una salchicha. O cuando tu abuela dice que su vecina le ha copiado la receta. Pero la mayoría de las veces no son graciosos. Son señales de una inseguridad mal gestionada, de heridas sin cerrar, de afectos mal entendidos.

Miguel de Cervantes lo dijo con esa claridad que no necesita florituras: "La ausencia de celos es señal de falta de amor". Y puede que tenga razón… o no. Porque hay celos que no son señal de amor, sino de heridas. Heridas antiguas que no cerraron bien, inseguridades que se disfrazan de sospecha, ganas de ser elegido una y otra vez.

El problema es cuando los celos ya no son una señal, sino el mapa completo. Cuando lo tiñen todo. Cuando se convierten en lupa y megáfono de lo que ni siquiera ha pasado. Y, entonces, lo que era amor se vuelve juicio; lo que era cuidado, control; lo que era pareja, interrogatorio.

No hay veneno más silencioso que el que se sirve en cucharaditas: "¿Y quién te ha escrito?", "¿por qué no me lo contaste?", "¿por qué estabas tan contento ayer?". Porque los celos rara vez gritan. A veces se disfrazan de preocupación. O de: "Yo solo lo digo porque te quiero".

Y ahí se va desgastando todo.

Pero no solo hablamos del amor romántico. En la familia, los celos son esas cuentas invisibles que algunos siguen llevando, incluso con canas. En el trabajo, esa sombra que se alarga cuando el de al lado recibe reconocimiento. En la amistad, el miedo a dejar de ser importante. Y en todos los casos… la misma raíz: el miedo a no ser suficiente.

¿La solución? Pues, como en casi todo: mirarse por dentro. Preguntarse de dónde viene esa necesidad de control, esa comparación constante, esa angustia silenciosa. Y, sobre todo, aprender a confiar. En el otro, sí… pero también en uno mismo.

Porque la vida se vive mejor cuando uno deja de contar los abrazos que recibe el de al lado y empieza a disfrutar los que tiene. Porque nadie gana nada mirando con recelo el jardín ajeno, cuando el propio también necesita agua y sol.

Hay algo liberador en mirar los celos a la cara y decirles: "Gracias, pero hoy no me hacéis falta". Porque quien se sabe querido, no vigila. Quien confía, no persigue. Y quien ama con libertad, ama sin barrotes.

Porque amar no es poseer. Cuidar no es controlar. Y el cariño que asfixia no es cariño: es miedo. Y el miedo no deja crecer nada. Ni la amistad, ni el amor, ni la autoestima.