Con los libros sorpresa pasa como con los equipos recién ascendidos a Primera: te pones a verlos pensando que van a jugar como el Liverpool y te das cuenta de que su éxito se debe a otros factores. Saben defender, van todos a una, no especulan, no tratan de ser lo que no son, y eso, a veces, basta para ganar partidos.
Algo así me ha pasado con La península de las casas vacías, la novela revelación del último año, en la que David Uclés aplica el realismo mágico a la Guerra Civil española. Su obra, trabajada durante quince años, tiene muchas virtudes, que no se me malinterprete; el problema fue mío: acudí ansioso a sus páginas a encontrarme con el nuevo García Márquez o, al menos, con la Isabel Allende de La casa de los espíritus. Y no.
Lo que sí encontré es una de las mejores definiciones de Cuenca que he leído en mi vida. El protagonista de la novela llega a la ciudad después de un amanecer "que coloreó el campo manchego de azul pálido y ocre". Al llegar a la capital, una lugareña le explica la naturaleza ideológica de los conquenses: "Aquí puede ser lo que quiera, porque nosotros somos las dos cosas. Aparentemente republicanos, pero nos estamos adelantando a la que va a caer". Remata Uclés su semblanza política con una frase que busca el mármol: "Cuenca era perfecta por ser espiritualmente de izquierdas, pero corporalmente de derechas".
Basta pasar un par de días en la ciudad para confirmar que sigue siendo así. Cuenca es hoy una isla en el mapa ideológico de Castilla-La Mancha. Un vecino de la capital está gobernado por administraciones unánimemente socialistas: del Ayuntamiento a la Moncloa, pasando por la Diputación y la Junta. ¿Significa eso que el conquense es naturalmente de izquierdas? Lo es a su modo, un poco por tradición, quizá por la presencia masiva de organismos públicos en sus calles, qué sé yo. Pero si rascas un poco, se le nota al conquense el conservadurismo por las costuras. Te asaltan las tradiciones por Carretería, lo nacional se vive con respeto y el deseo de preservar la historia se siente desde la Catedral hasta las 500, pasando por Hermanos Becerril y dando un rodeo por Tiradores.
Tengo la sensación de que las próximas elecciones autonómicas y locales van a propiciar un cambio de rumbo en la ciudad. La verdad es que no hace falta ser un lince para detectar la desidia total del actual equipo de gobierno, capaz de implantar un carísimo sistema de transporte y revertirlo diez días después por el caos generado; de llenar de zanjas las rotondas, taparlas y luego volver a abrirlas; o de hacer la vista gorda ante los asquerosos grafitis que ensucian una de cada dos fachadas. Ha dicho el alcalde que lo va a limpiar todo con 200.000 euros. Ja.
Así que huele a cambio, esa es la verdad. Quizá la única posibilidad que tenga Dolz de repetir —si es que es él el candidato— es que los populares sigan con sus batallitas de espejo en lugar de centrarse en proponer un modelo alternativo de ciudad. En realidad, pocas veces lo han tenido más cuesta abajo que ahora: con un Ayuntamiento desnortado y una ciudad volcándose corporalmente a la derecha.