Es habitual en los líderes políticos tratar de distanciarse del corrupto propio. Bárcenas era, para Rajoy, ese señor del que usted me habla. El problema es cuando el corrupto no es un señor o señora, sino muchos, tantos que incluso se puede hablar de una cultura de la corrupción. Y eso es exactamente lo que le está pasando a este PSOE de Sánchez lleno de chistorras embutidas en sobres con el membrete del partido. Por eso, para Emiliano García-Page el PSOE ese ser de lejanías, esa organización desconocida, ese antiguo amigo cuyo nombre no quiere recordar.

Y a fe que la estrategia le ha ido bien, hasta ahora. Su objetivo es que el señor de Tomelloso y la señora de Las Majadas se olviden de que se presenta a las elecciones por el PSOE, que le vean como una especie de líder apartidista, con un toque de regionalista perspicaz y una pizca de populista amable. Tanto es así que Page se ha convertido en experto en esconder el logotipo de su partido en los carteles electorales; en exprimir lo que dice y esconder lo que hace. Sin embargo, el presidente regional es el equilibrista que dice mirar al suelo mientras se sostiene sobre la cuerda del sanchismo.

Pero tengo serias dudas de que el truco vaya a funcionarle hasta el final. Y, si les parece, voy a tratar de explicárselo en el siguiente párrafo, en el que prescindo de cualquier adjetivo y me limito a relatar una serie de hechos.

Page es el líder regional del PSOE que:

Tiene a su último secretario en la cárcel acusado de corrupción.

Tiene a su penúltimo secretario de Organización procesado en un caso de corrupción.

Tiene al asesor, Koldo García, imputado en una red de comisiones ilegales durante la pandemia.

Tiene al hermano del presidente ante los tribunales en un caso de enchufismo y prevaricación, caso por el que también está siendo investigado el líder del PSOE extremeño.

Tiene a la esposa del presidente pendiente de sentarse ante un jurado popular por cinco delitos diferentes.

Tiene al fiscal general del Estado en el banquillo por revelación de secretos.

Aguanten un momento, que ahora viene lo más grave. Recupero el relato con lo más grave de todo.

Page es el líder regional del PSOE cuyo Gobierno:

Aprobó la amnistía para los líderes separatistas catalanes después de prometer que no lo haría.

Eliminó el delito de sedición para conseguir el apoyo de los dirigentes que habían cometido ese delito.

Previamente, los había indultado, pese a decir que no lo haría.

Aprobó la rebaja del delito de malversación para lograr el apoyo de los malversadores de cuyos votos dependía su continuidad.

Llegó al Gobierno después de pactar con Podemos pese a haber afirmado el presidente que no podría dormir tranquilo con ellos en el Gobierno.

Por rematar la crónica informativa, cabe añadir, finalmente, que Page es también el líder regional del PSOE, el partido del Tito Berni, acusado de formar parte de una trama que ofrecía ventajas en la contratación pública a empresarios a cambio de sobornos.

Hasta aquí los hechos. Ahora, el problema moral: Page no puede seguir diciendo que nada de esto tiene que ver con él, puesto que los partidos son el eje central del régimen político español. Desarrollan dos funciones esenciales, la mediación y la representación. Sin el PSOE, Emiliano García Page no habría sido ni alcalde de Toledo ni presidente de Castilla-La Mancha. Políticamente, no existiría. El PSOE es él y él es el PSOE.

En esta circunstancia histórica, Page debe elegir: o la dignidad personal -aunque eso le cueste su carrera política- o seguir en el cargo como hasta ahora, engañando al señor de Tomelloso y a la señora de Las Majadas, envolviéndose en la bandera de España mientras sostiene, por acción y por omisión, al peor gobierno que ha tenido nuestra democracia. El Gobierno de un partido cuyo máximo responsable en Castilla-La Mancha es Emiliano García Page. ¿Hasta cuándo podrá fingir que no oye el eco de sus propias siglas?