De entre todas las cosas buenas que podría escribir de Alberto Orenes, diré solo unas cuantas. Empezaré por la lealtad. Los años en que tuve el honor de dirigir Radio Castilla-La Mancha, él conducía el programa más importante de la cadena. Le pusimos de nombre En camisa de once varas porque le iba al pelo. Sabíamos que se iba a meter en todos los charcos y que iba a alterar el habitual tono reverencial —y un tanto aburrido, si me permiten— de las radios públicas. Y vaya si se metió en jardines; y a mí con él, claro, que me pasé cuatro años esquivando curvas, templando ánimos y serenando amenazas.

A veces le pedía a él mismo que fuera inteligente, que hablara de todo pero sabiendo que, en el periodismo, suele ser más rentable la astucia que el calentón. Reconozco que había días, aquellos en los que la actualidad política estaba más caliente —algo extremadamente habitual entre 2011 y 2015 en Castilla-La Mancha—, en que encendía la radio a primera hora con un café en la mano y el teléfono en la otra, esperando alguna llamada vociferante. Había días en que llamaba a Vicente Casañ, que era su mano derecha y quien mejor sabía manejar los exabruptos de Orenes, y le pedía intermediación.

Fue precisamente Casañ quien la semana pasada me escribió para decirme que Alberto había muerto. Llevo desde entonces con la memoria encendida. Recordando aquellos años locos en los que unos pocos fuimos introducidos en una fiesta en la que nadie nos esperaba y casi nadie nos quería. Esos pocos lo sabíamos, claro, y aun así allá que nos fuimos, con la mejor de nuestras intenciones. Luego el tiempo nos demostró que fuimos ingenuos hasta almorzar y después todo el día.

Pero te voy a decir una cosa, querido Alberto, ahora que al fin descansas de esta vida que exprimiste hasta sus últimas consecuencias: que nos quiten lo bailao. Cometimos errores, le fallamos a algunas personas, pero también pusimos alguna luz de la que podemos sentirnos muy orgullosos.

Fuiste un compañero leal y generoso, me enseñaste a estirar los límites hasta el penúltimo metro, me mirabas con esos ojos de eterno adolescente, guasón, cada vez que aplicabas la política de hechos consumados, que en la radio significa: lo dicho, dicho está. Todavía te veo, cigarro en mano, en aquella puerta de la radio que hacía las veces de confesionario y diván, donde a veces nos reuníamos los locos sin invitación a desahogar la rabia o a celebrar alguna pequeña victoria.

Aunque muchos hayan olvidado lo que hiciste, sirvan al menos estas líneas de pequeño desagravio: pusiste la radio pública al servicio del oyente, le quitaste la alfombra y te acercaste al currito, al agricultor y al artesano; modernizaste los usos y costumbres y te atreviste a hacer preguntas incómodas. Sabías que la radio no podía ser una sucesión de cortes de consejeros y políticos y aplicaste el storytelling antes de que los consultores lo pusieran de moda. Y todo eso sin pedir permiso, ni falta que hacía.

Y aunque llegue muy tarde, en la esperanza que me brota de la fe, no quiero terminar sin pedirte perdón. Tú sabes por qué.

Descansa en paz, querido Alberto.