Las comparaciones son odiosas, pero parece que nos gustan a rabiar o que provocan en nosotros algún efecto adictivo. ¡Nos va la marcha! Hemos pasado del inocente “yo más que tú” al despiadado campeonato de miserias donde todos queremos quedar segundos… para no parecer tan rotos.

Sí, digo miserias. De las de verdad. De esas que se baten en duelo: a ver quién roba con más descaro, quién miente sin que se le mueva una ceja, quién tropieza, pero cae con más elegancia —como si el cinismo tuviera coreografía—. Los políticos compiten por ver quién metió el brazo entero en la caja, y los ciudadanos nos defendemos con el ya clásico “sí, pero aquel lo hizo peor”. En los corrillos familiares, los traumas se miden por kilos, como sandías en feria, y hasta la cena del pueblo se convierte en un concurso de penas no resueltas. Una tragicomedia colectiva donde el premio es seguir igual. O peor.

Ya nadie se compara para ADMIRAR. Raras veces escucho: “Ese es más culto que yo”, “qué maravilla su generosidad”, “ojalá aprender de su templanza”. No. Lo que suena es: “Sí, tiene éxito, pero seguro que no es feliz”; “Es guapa, pero se ha operado todo”; “Habla bien, pero es un hipócrita”. Y así nos va. Marcamos cada fallo del otro como quien va tachando casillas en una quiniela de desgracias, esperando no quedar últimos, pero tampoco solos.

Y mientras tanto, el mundo sigue girando al ritmo del más fuerte o del que grita más alto. Compararse en valores está pasado de moda. ¿Quién quiere ser el más amable, el más honesto, el más amoroso? Qué pereza. Mejor viralizar una venganza, un zasca, una cobra o una traición disfrazada de libertad.

La podredumbre no es casual, para nada, es el cultivo de años. Porque, a decir verdad, estamos criando un bosque de egos donde no se cuela ni un rayo de humildad. Nos han vendido que todo vale, que lo importante es destacar, aunque sea desde la soberbia o el escándalo. Las rupturas de pareja, las amistades hechas trizas, las familias desconectadas… todo eso no es efecto del azar, es consecuencia directa del culto al yo por encima del nosotros.

Y hasta la naturaleza ruge. Porque tal vez está harta también. De incendios provocados, de mares envenenados y de cielos sin azules. Quizás está imitando nuestras tormentas internas: aquellas en las que se llora por dentro, mientras se sube un selfie sonriendo.

¿Qué pasaría si un día nos pusiéramos a comparar corazones? ¿Si celebráramos a quien ama mejor? ¿A quién escucha más? ¿A quién tiende la mano cuando nadie mira? El ranking sería otro. Lo encabezarían abuelos que crían a sus nietos con ternura, maestros que aún creen en sus alumnos, enfermeros que acarician mientras curan. Pero esos no dan titulares.

Por eso yo, que aún me aferro al romanticismo de los ideales, quiero creer que hay otra manera de compararse para sacar lo mejor de uno mismo. Que todavía se puede decir “me equivoqué” sin que eso sea una derrota, sino un paso hacia delante. Que aplaudir al de al lado no te hace más bajito, ni menos brillante. Que podemos construir un mundo donde ser bondadoso no sea de tontos y donde la honestidad no tenga que ser defendida a gritos.

Cervantes ya lo decía por boca de Don Quijote: “La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre nada sobre la mentira como el aceite sobre el agua.” Y eso, en estos tiempos líquidos, es casi un acto revolucionario.

Así que, si vamos a compararnos, que sea por cuánto amamos. Por cuántas veces abrazamos sin pedir nada. Por cuánta belleza fuimos capaces de ver incluso en medio de la podredumbre. Que el futuro nos encuentre más ocupados en florecer que en señalar la maleza del otro.

Porque al final, digan lo que digan, lo único que queda en pie es lo que se sembró con amor y se regó con verdad.