Hace una semana un buen amigo me invitó por primera al futbol al Bernabéu, nada más y nada menos que a un partido eliminatorio entre el Real Madrid y la Real Sociedad, pensé: "Ah, sí, claro, fútbol. Conozco las reglas, sé que el balón es redondo y que un gol se celebra con gritos, saltos y esa extraña danza colectiva que ocurre cada vez que la pelota toca la red. Todo claro". Pero, esas son las típicas ideas preconcebidas de alguien que, hasta ese momento, se había conformado con ver partidos cómodamente desde el sofá, usando el mando a distancia como único instrumento de intervención, en más de una ocasión por hacer cosas en familia. Y entonces llegó el día: me invitaron al estadio y allí me personé con mi hijo que para colmo es de otro equipo.
Lo primero que una debe aprender, cuando decides entrar en el mundillo del fútbol de este calibre, es que la primera regla es "no hablar mucho". Porque, llegas con tus buenos deseos y tu actitud civilizada, pero no basta con preguntar "¿Quién juega hoy?" o "¿En qué minuto estamos?", no, no. ¡Eso es como ponerle sal a la herida! La gente te mira como si hubieras dicho una barbaridad y, en ese preciso momento, decides que lo mejor es callar y tratar de entender qué narices está pasando en ese estadio lleno de vida, gritos y, por supuesto, cánticos.
Esos cánticos... Ah, los cánticos. Son como himnos sagrados, como esos cantos tribales que marcan la diferencia entre ganar y perder, entre el fulgor del triunfo y el dolor de la derrota. Y a mí, que no había vivido nunca esa experiencia, me pillaron de sorpresa. No entendía mucho, pero me vi envuelta, casi sin querer, en esa avalancha de voces que se funden con el aire, con el "¡A por ellos!", el "¡Vamos, equipo!" y el inconfundible "¡Sí, se puede!". Lo malo de no saberte la letra es que te conviertes en la que va moviendo la boca sin emitir sonido alguno. Y claro, los de alrededor, que ya llevan el ritmo en la piel, te miran con esa sonrisa irónica de quien acaba de descubrir a una turista. "A esta la hemos pillado", pensé.
Al principio, el espectáculo es tan abrumador que lo que uno siente es una especie de confusión e incluso cierta timidez. Pero esa timidez desaparece cuando el equipo de tu anfitrión empieza a atacar. Y es ahí cuando entiendes que, en los partidos importantes, todo es personal. No importa si eres un invitado ocasional, te conviertes en una extensión de ese equipo, y todo lo que sucede en el campo lo vives como si fuera un asunto de vida o muerte. En ese momento, el amor por el deporte no es solo un concepto, es algo orgánico. Sientes el pulso del partido, la ansiedad de los minutos que pasan, la tensión del marcador. Y, lo más fascinante, descubres que un gol no es solo un gol. Es una explosión de felicidad que, por un instante, hace que el aire se vuelva denso y caliente. No hay nada como ese primer gol para darte cuenta de que el fútbol tiene algo mágico.
Pero claro, la gloria tiene un precio. Porque no siempre ganas. Y ahí es cuando la magia del fútbol se convierte en una lección de vida. Cuando el equipo contrario comienza a dominar el juego, el dolor de la derrota se instala en el aire. Y lo peor de todo es que, como invitado, te ves obligado a fingir una compostura que no sientes, que se lo digan a mi hijo. Porque claro, no es lo mismo ser uno de los tuyos y lanzar una queja bien fuerte que estar en territorio enemigo. Te miran. ¡Te miran! Y tienes que ser fuerte. No gritar, no llorar, no hacer preguntas tontas como "¿Por qué no están jugando mejor?", porque te miran como si fueras un espía infiltrado. Y tienes que soportar el silencio en los momentos más cruciales. Esos momentos en los que todo parece desmoronarse, te encuentras entre la espada y la pared, como si el corazón te estuviera dando vueltas sin parar. Hasta que no puedes más como les ocurrió a los otros invitados cuando su equipo se comportó como verdaderos leones.
Al final, los que ganan no parecen ser los únicos. Lo que ocurre es que el fútbol, como la vida, tiene esta capacidad para empujarte al límite y luego devolverte con una sonrisa irónica y un poco de humor sobre el mismo dolor. Si alguna vez te encuentras en una de esas situaciones de dolor y desolación, solo tienes que mirar a tu alrededor. Todos están en el mismo barco. Y ese es el verdadero fulgor de un partido: la comunidad.
Al final, me doy cuenta de que he aprendido una gran lección. El fútbol no solo es un deporte, es un estilo de vida. Y las personas que, como yo, hasta ahora pensábamos que era algo de "chicos" -erróneamente-, por fin abrimos los ojos y entendemos. Está claro que la pasión no tiene género, ni edad, ni etiqueta. El partido no es solo un partido, es un ritual. Y, lo que es mejor, una vez dentro, no hay vuelta atrás. Te conviertes en una más, porque lo que hace que el fútbol sea mágico es que, sin importar de qué lado estés, todos estamos en el mismo campo, todos luchamos por lo mismo: sentirnos vivos.
Y, claro, cuando el pitido final suena, da igual quién haya ganado. Lo importante es que la experiencia de estar allí, en medio de todo, es algo que te cambia para siempre. Como las buenas historias de amor, como los momentos épicos de la vida: no se olvidan. Y la próxima vez, aunque te sigan mirando con esa sonrisa irónica, ya sabrás exactamente de qué va el fútbol. Porque, al fin y al cabo, todos somos parte de esta locura.