Han tenido que pasar más de seis años y medio para que, por fin, pueda coincidir en algo con Pedro Sánchez. Después de 76 aciagos meses gobernando creía que iba a ser imposible apoyar al moralmente lamentable presidente del Gobierno, y por fin, como por arte de magia, se hizo la luz y escucho una propuesta en la que estamos todos de acuerdo.

Una propuesta para desenmascarar a los desinformadores, falsarios, mentirosos, propagandistas y charlatanes que se amparan del anonimato de las redes sociales para lanzar infundios y falacias. Ya está bien.

Todos los que amamos el periodismo tenemos la obligación moral de buscar la verdad y de difundirla por todos los medios que tengamos a nuestro alcance y las redes sociales son un magnífico canal para hacerlo. No se trata de demonizar ningún sistema que nos permita propagar el mensaje sino de hacer un buen uso de ellas.

Ya está bien de que alguien, bajo un pseudónimo, mienta de forma descarada y que los 'ejércitos' de influencers afines a la causa sirvan de propagadores masivos paniaguados por un mismo interés. ¡Ya está bien!

Pero quizás la guinda de todo está en que los dueños de las plataformas no sólo sean partícipes de los cientos de millones de euros anuales de beneficios, sino también del contenido de los mismos.

Hoy en día los algoritmos y los bots que tienen cada una de ellas permite desarmar cualquier bulo prácticamente en tiempo récord. Hoy en día el ingeniero que diseñó los algoritmos de Instagram sabe de nosotros más que nosotros mismos.

No podemos permitir ni un día más que un alguien convierta un post en un arma diseñada para manipular emociones, dividir sociedades y destruir reputaciones y lo que es peor, que todo ella salga gratis a quien los genera y difunde.

Son creados para generar impacto rápido, apelan al miedo, la indignación o la compasión, no hay límites, hacen lo que sea necesario para pulsar ese fatídico botón de 'compartir' sin el más mínimo espíritu crítico y, por supuesto, con unas consecuencias devastadoras.

Uno de los mayores peligros de los bulos es su capacidad para desestabilizar democracias. En las elecciones recientes, hemos visto cómo noticias falsas manipulaban la opinión pública, en ocasiones con la complicidad de potencias extranjeras. Las redes sociales, lejos de ser neutrales, amplifican estos mensajes gracias a algoritmos que priorizan el contenido viral, no el contenido veraz.

¿Dónde queda nuestra responsabilidad como ciudadanos digitales? Es cierto que no somos inmunes a la seducción de un titular escandaloso, pero también debemos asumir nuestro papel en este ecosistema. Cada vez que compartimos un bulo sin verificar, nos convertimos en cómplices de su propagación. La educación mediática es esencial, pero no suficiente. Es urgente que los gobiernos y las plataformas tecnológicas tomen medidas más drásticas.

Estas medidas no pueden quedarse en la superficie. Necesitamos regulaciones que obliguen a las empresas tecnológicas a rendir cuentas por el contenido que amplifican. La transparencia en los algoritmos, la verificación obligatoria de noticias y sanciones por la difusión deliberada de desinformación deben ser prioridades. Sin embargo, estas soluciones también plantean un desafío: equilibrar la lucha contra los bulos con la preservación de la libertad de expresión.

No podemos permitir que las redes sociales sigan siendo cómplices del caos. La verdad no siempre es fácil de digerir ni tan atractiva como una mentira bien empaquetada, pero es lo que sostiene nuestras democracias, nuestra salud pública y nuestras relaciones humanas. Ignorar esta batalla es rendirse al poder corrosivo de la desinformación. Y eso, simplemente, no es una opción, es un deber moral.