Primera palabra

Manhattan en los tiempos del cólera

por Carlos Ruiz Zafón

11 septiembre, 2003 02:00

Carlos Ruiz Zafón

La herida cauterizada en la fibra urbana tiene las dimensiones de un estadio olímpico y en su infinito vacío rehuye las preguntas e inquietudes de sus observadores. Algunos de los edificios colindantes, heridos de muerte, esperan el derribo bajo colosales velos negros

Existe un lugar en Manhattan donde una callejuela llamada Waverly Place corta con Waverly Place y desde donde a veces el espectro de las dos torres desplomadas hoy hace dos años aún parece verse despuntar en la bruma. Cerca de allí, cientos de espectadores se apilan a diario frente a las vallas que sellan la cicatriz dejada por las torres llegados de todo el mundo en busca de los ecos del horror televisado del 11 de septiembre. La herida cauterizada en la fibra urbana tiene las dimensiones de un estadio olímpico y en su infinito vacío rehuye las preguntas e inquietudes de sus observadores. Algunos de los edificios colindantes, heridos de muerte, esperan el derribo bajo colosales velos negros que ondean como sudarios al viento.

La escena tiene algo de tierra baldía, de olvido en construcción. Vendedores de souvenirs y limusinas de alquiler pintadas con la bandera intentan mantener viva la llama mercantil, pero nadie parece prestarles demasiada atención. Los visitantes intentan abarcar la magnitud de la tragedia, pero ésta escapa a los límites de sus cámaras desechables. La visita no es larga. No hay nada que ver. Esa parece ser la única certeza, la nada. Al rato los visitantes se alejan, dejando a su paso miradas extraviadas, graffiti y, lo que más choca en la cacofonía de Nueva York, silencio.

Decido seguirles y perderme en las calles de la isla sin rumbo. Es una tarde de verano particularmente ardiente y encendida de vapor, como suele suceder en Nueva York cuando se aproxima una tormenta rugiendo desde el Atlántico. Al rato la tempestad se desata con una furia inusitada y en cuestión de minutos las calles y las aceras desaparecen bajo un manto de agua negra. Las gentes corren a resguardarse en tiendas y cafés, perseguidos por una lluvia que ametralla con rabia y hace naufragar autobuses y taxis en cruces anegados. Empapado hasta la médula, corro a refugiarme en mi escondite favorito en toda la ciudad, The Strand. Hace décadas que esta vieja librería, babel y laberinto del bibliófilo neoyorquino, sobrevive contra todo pronóstico en la esquina de Broadway y la calle doce. Un aparente caos gobierna este cavernoso local dotado de microclima tropical y ergonomía de prisión turca.

Océanos de libros, nuevos, viejos, inencontrables, indescriptibles, fluyen en pasillos, mesas, galerías y columnatas. El homus literarius neoyorquino, especie de homínido que suele cazar en la jungla que queda entre la calle 23 y Houston Street, campa aquí por sus respetos, husmeando libros de arte e historia, novelas de Joseph Conrad o poemarios de Lorca en edición bilingöe. Pese a su aspecto extravagante, resulta inofensivo para el resto de los humanos. En uno de los extremos de la primera planta se encuentra una portezuela que da a una angosta escalera en espiral que desciende al sótano. Allí la temperatura debe hoy rondar los 50 grados pero se ocultan no pocos tesoros. En una retícula de apretados corredores se apilan ejemplares de casi cualquier título nuevo a menos del 50% de su valor incluso antes de que salga a la venta. Es allí, entre libros y lejos del vacío absurdo de las ruinas invisibles de unas torres y una era que se han ido para siempre, en que me paro a pensar en lo mucho o poco que ha cambiado esta ciudad.

Los antropólogos hablan del efecto humanizador de las catástrofes. Al parecer, los seres humanos, frente a la perspectiva de nuestra frágil existencia, repasamos prioridades y nos dejamos, aunque sea un rato, de tonterías. Años atrás, viviendo en Los ángeles durante el terremoto de 1994, pude comprobar que el shock acumulado de los riots, el infierno de Malibu y el temblor de tierra dejaban un sabor de humanidad entre las gentes que parecía olvidado.

Bajaron los índices de criminalidad y las estadísticas se perfumaron, pero más allá de datos y cifras debo confesar que una palpable voluntad de ser alguien mejor de lo que uno era hasta entonces se esparció de modo perceptible. Este verano me pareció sentir ese mismo aroma a humanidad en la ciudad de Nueva York y su gente de a pie. Quizás por eso, al salir de mi refugio pasada la tormenta y perderme de nuevo en las calles, me entristeció pensar que aquel aliento de humanidad no parecía haber conseguido saltar las aguas que rodean la isla y que el resto del mundo, envenenado con lo que algún sabio llamó la cólera de los imbéciles, se apresuraba a apilar leña seca a sus pies, esperando tal vez convertirse en otra tierra baldía, otro vacío para turistas del futuro en busca de respuestas al horror para abrir los ojos y mirarse al espejo. A veces, sólo a veces, cuando uno se detiene en ese improbable punto en que Waverly Place se cruza con Waverly Place, las cosas se ven un poco más claras. O más oscuras.