Primera palabra

Maestro de soledades

por Abel Posse

9 enero, 2003 01:00

Abel Posse

En soledad, sin cálculos ante los convencionalismos literarios de su tiempo, Faulkner fue plasmando su visión del profundo Sur con un estilo en el que la fantasía y lo real, lo real y lo mágico prenunciaban la eclosión de la narrativa latinoamericana

Cuando en 1950 se le otorgó a Faulkner el premio Nobel, la elección pareció un maravilloso descuido escandinavo. Se le sacaba de su soledad y se lo proyectaba más allá de sus iniciáticos fieles de varias provincias literarias del mundo. Los libreros de Estados Unidos debieron bajar a los depósitos donde amarilleaban los libros de Faulkner. Había conmovido a la crítica dos décadas antes con Santuario, El sonido y la furia y Luz de agosto. Se sabía que había probado suerte como guionista en Hollywood y que era un excéntrico: un granjero aristocratizante que vivía en una casona del profundo Sur.

John Dos Passos, Hemingway, Erskine Caldwell, Sinclair Lewis y Thomas Wolfe eran las figuras del momento. La fulgurante frivolidad de Scott Fitzgerald había terminado en tragedia. Predominaban el vedetismo de Hemingway y las preocupaciones sociales, cuyo mejor expositor era Dos Passos. Steinbeck respondía al pensamiento políticamente correcto de la época. Faulkner inicia su vida literaria en 1920 en Nueva Orleáns, la ciudad más francesa y latina de los Estados Unidos. La ciudad de los balcones barrocos, del jazz hondo y de los blues y spirituals salidos del alma. Faulkner es el marginal que encuentra en la literatura una expresión de resentimiento cultural y una forma de disidencia.

Luego de un viaje breve a Nueva York, Faulkner decide volver a su Estado de Mississippi, uno de los más pobres, atrasados, supersticiosos, racistas y decadentes de los Estados Unidos. Se propone escribir su Comedia humana intuyendo que en la aldea natal encontrará el universo. Al mapa del Estado de Mississippi le agregará el condado de Yoknapatawpha, una región imaginaria que le permite poblarla de seres reales, apenas transformados en la ficción. Faulkner era fiel a la tradición sureña y mantenía un culto por los pioneros fundadores que habían enfrentado en la Guerra de Secesión una forma cultural que nunca terminarían de aceptar. En Faulkner el aristocratismo tiene una raíz de fidelidad desesperada a una forma cultural que sería aplastada por el Norte yanqui que extirpaba la lacra de la esclavitud e imponía la esclavitud del mercantilismo desenfrenado, de la amoralidad eficientista que Faulkner describirá y plasmará magistralmente en su saga de los Snopes.

Como bien supieron verlo Malraux y Camus, sus grandes introductores europeos, Faulkner enalteció el género bastardo de la novela con un hálito de tragedia griega. Sus personajes están movidos, más allá de las anécdotas y peripecias, por "la realidad", por una fuerza ineluctable y callada, superior a la voluntad y la razón humanas. Ya no se trata de personajes creados desde las razones psicológicas o sociales del autor. Se trata del espectáculo trágico de la vida, más allá de las categorías racionales con que pretendemos explicarla o medirla.

En soledad, sin cálculos ante los convencionalismos literarios de su tiempo, Faulkner fue plasmando su visión del profundo Sur con un estilo en el que la fantasía y lo real, lo real y lo mágico prenunciaban la posterior eclosión de la narrativa latinoamericana, el movimiento novelístico más importante del siglo XX, cuyos protagonistas vieron y sintieron en Faulkner a un hermano mayor. Sus amigos en la aldea de Oxford hablan de caballos, del precio del algodón. En la casa de Rowan Oak invitaba a sus amigos de siempre. Criaba algunos caballos que hacía competir en las reuniones de gentlemen y riders. Se casó con Estelle Odham, una sureña puritana que frustraba algunos intentos de Faulkner de dar más espacio en sus obras a la vida erótica de sus personajes. Después del éxito de Santuario Faulkner llegó a Los Angeles con un contrato que tocaba los dos mil dólares semanales, cifra grande para cualquier escritor de aquellos años. Cuando abandonó Hollywood ganaba entre doscientos y trescientos dólares por semana. Escribía guiones con gran facilidad, pero generalmente no se filmaban.

Faulkner nunca aceptó que debía escribir "pensando en un público de doce años de edad mental". Intentó un filme sobre De Gaulle, pero la Warner no se decidió por un héroe refinado y tan poco pro norteamericano. Fue un tiempo, el de Hollywood, de frustraciones y de alcoholismo. Es posible que el alcohol haya sido un elemento muy importante en su "desarreglo de todos los sentidos" y en la creación de su originalísimo lenguaje, donde el poeta frustrado que había en él se rescató en una prosa inundada de libertades poéticas. Nadie supo aprovechar mejor que Faulkner la quiebra que infligió Joyce a la pesadez de la narrativa tradicional. El encanto de sus giros, adjetivos y observaciones le ocasionó una cantidad de imitadores. El Macondo de García Márquez es un Yoknapatawpha tropical. Hace ya cincuenta años (y apenas a cinco años del bombardeo de Hiroshima, de Dresde y la evidencia de Auschwitz, y después de la violación de Temple Drake y de la infamia de los Snopes), al recibir su premio Nobel en Estocolmo, William Faulkner, increíblemente tenaz y optimista después de su largo viaje por el universo de desesperación y de dostoievskiana caída de la condición humana, lanzará este mensaje de obstinada insistencia: "Creo que el hombre no sólo resistirá, también prevalecerá. Es inmortal no sólo porque entre todas las criaturas sea el único que tiene una voz inagotable, sino porque posee un alma, un espíritu capaz de compasión, sacrificio y entereza".