Image: Ficción

Image: Ficción

Mínima molestia

Ficción

14 octubre, 2016 02:00

Primero leí la novela de Elvira Navarro. Me atraía su tema, también su apuesta, hecha por una autora que me interesa y a la que respeto. Disfruté de la lectura de Los últimos días de Adelaida García Morales (Literatura Random House), asumiendo que parte del atractivo del libro reside en las incomodidades que suscita, no solamente en relación a su asunto, sino también a su forma, incluso a su envoltorio. Esa cubierta, con el retrato coloreado de García Morales en primer plano, y al fondo una fotografía de Navarro, tapada a medias por... ¡un gatito! ¿Era necesaria? Y ese epílogo. ¿A quién se le ocurre? Y, de remate, esa página final, con una imagen seriada de la escritora sobre cuyo final se especula.

Poco después, con gran despliegue por parte del suplemento Babelia, el artículo de Víctor Erice, impugnando con dolida contundencia la novela de Navarro, que no sale indemne de la recusación de que es objeto. Erice es un fino lector, en este caso con toda su susceptibilidad alerta, y detecta enseguida cuál es el talón de Aquiles de la fraseología empleada por Navarro en la justificación de su experimento. Lo encuentra al comienzo de las “Aclaraciones” finales relativas a los dos correos electrónicos que están en el origen del libro. Dice allí la autora: “Este libro es una obra de ficción. Todo lo que se narra es falso, y en ningún caso debe leerse como una crónica de los últimos días de Adelaida García Morales”. Como observa Erice, “esa referencia al carácter ‘falso' de su propia narración delata en Navarro una confusión elemental ante el hecho literario. Porque las ficciones narrativas verdaderamente logradas no se ocupan de la disyuntiva verdadero-falso, sino que, partiendo de lo ficticio, aspiran a alcanzar un vínculo sólido y perdurable con lo verosímil. No se caracterizan por inspirarse necesariamente en lo real, sino por comunicar por sí mismas -sin el auxilio de un rasgo externo a ellas- un fondo de veracidad”.

Un comentario impecable, como no sea por la atribución a Navarro de esa “confusión elemental ante el hecho literario”. Confiado en la probada inteligencia literaria de Navarro, yo por mi parte tiendo a pensar más bien en un desliz, pero en un desliz significativo, sin duda. Particularmente en estos tiempos en que -como la propia novela de Navarro ha permitido constatar- se habla tanto y tan huecamente de novela de no ficción, de “relatos reales” y otras aparentes paradojas y oxímoron por el estilo.

Por muy de moda que estén estos conceptos, lo cierto es que vienen de lejos. En la segunda entrega de los diarios de Ricardo Piglia, Los años felices (Anagrama), donde, con lúcida insistencia, se da vueltas a la cuestión, se lee en una entrada del mes de septiembre de 1970: “Novela. No se trata de convertir el documento en ficción, ni de explicar dónde está la verdad en lo que narro, se trata de enunciar la ficción en el modo de enunciar los materiales reales”.

¿Lo consigue Navarro en Los últimos días de Adelaida García Morales? Yo diría que, para eludir el problema, ha tratado de obviar, precisamente, los documentos. Basándose apenas en esos dos correos, ha trabajado únicamente en un plano conjetural, como si la simple (y en su caso no del todo rigurosa) omisión de los testimonios constituyera una garantía de ficcionalidad.

Y quizás ha subestimado el riesgo asumido. En primer lugar porque, como dice agriamente Erice, “no hay literatura inocente, y no sólo en relación a aquello que los escritores pretenden contar”. Siendo así, ¿valoró suficientemente Navarro su responsabilidad a la hora de “apropiarse” de una personalidad concreta? ¿Sopesó que, como dice Erice, “el uso de la persona real de Adelaida García Morales posee también una dimensión claramente publicitaria en el mercado”? ¿Tuvo en cuenta la avidez de sensacionalismo y de mitología del periodismo cultural? ¿Se acordó de la indigencia de una crítica que en muy contados casos ha captado el juego sutil pero peligroso que su libro propone?

Son sólo unas pocas de las preguntas que suscita el que, si hubiera un tejido cultural como Dios manda, bien podría ser el debate de la temporada.