Agustín Fernández Mallo

En un reciente viaje a México compré dos libros. El primero, Tratado de historia de las religiones (Ediciones Era), archiclásico de Mircea Eliade. No repasa las religiones como tales sino lo que él denominó hierofonías: objetos y conceptos y temas en los que se ha manifestado lo sagrado (el agua, las piedras, la fertilidad, etc), porque, según Eliade, hacer un relato que explique las religiones como una evolución en el tiempo, es decir, desde fetiches simples como los tótems o el culto a la naturaleza y a los espíritus, para desembocar en la idea de un Dios monoteísta, le parece una hipótesis indemostrable. "No hay en las religiones una evolución de lo simple a compuesto", todos los elementos sagrados se dan en toda época. Esto me recordó al libro de Bruno Latour, Nunca fuimos modernos, en el que sostiene que el programa de la Ilustración nunca se ha cumplido: en una casa de Filipinas conviven ofrendas a toda clase de santos sincréticos al lado de la televisión por satélite, y un supuestamente cultivado ejecutivo de la City londinense se pone piedras sobre su pecho porque cree que ello le curará un cáncer.



El segundo libro fue Volverse público (Caja Negra), de Boris Groys, ensayo de filosofía del arte en tanto que acción pública, quien compara Internet con una verdadera religión, culto a la repetición de un dios que está detrás de la pantalla y nunca vemos. Aparte de ser Internet el lugar ideal para la emersión de religiones privadas y pseudociencias, ocurre que igual que en los ritos religiosos los símbolos (cruces, pan, vino, etc) son manifestaciones materiales de una divinidad que no vemos, también tras lo que vemos en una pantalla hay un archivo de ceros y unos que no se nos muestra y que actúa como ángel mensajero de un más allá, al cual veneramos. En efecto, somos pura hierofonía (y además nunca fuimos modernos).



@FdezMallo