Marta Sanz

Mi tercera intemperie se relaciona con el prejuicio de que la literatura surge siempre del amor por los extraños. La palabra literaria a menudo se origina en el miedo, la venganza, el egoísmo, la urgencia de escuchar la propia voz. La demagogia que coloca sobre una línea horizontal todos los discursos nos transforma en seres eternamente parlantes. Sin disposición para aprender, con la hiperactividad inútil de ciertos párvulos. Cuando escribo, ofrezco lo mejor, pero también lo peor de mí: mis deseos de reconocimiento, vanidades, los tics nerviosos de mi escritura. Solo la conciencia autocrítica puede remediar las intemperies.



La escritora que he acabado siendo busca aliviar los óxidos y las corrosiones de cada cuerpo y del cuerpo social en su conjunto. Pero también me mueve algo parecido al egoísmo, algo que podría dulcificarse alegando, como García Márquez, que escribo para que me quieran. A la vez tomo la palabra para molestar y para decirte que, siendo igual que tú, en el fondo soy distinta de ti. Sufro como tú y soy tonta o lista como tú, pero mi sufrimiento, mi estulticia o mi listeza son de mejor calidad porque las dimensiones de mi vida interior son tan enormes como los sexos colgantes de ciertos actores porno.



Tomar conciencia de nuestra libertad condicional, de nuestras alienaciones literarias, de nuestras falsas filantropías, es quizá el primer comportamiento resistente para acudir al encuentro de una literatura que no juegue a la doble moral ni a la equidistancia. Una que no nos trate como a niños diciéndonos que las cosas son mejor de lo que parecen. Hay verdades tangibles: hambre, guerra, desahucios, injusticias, esa maldad que siempre es específica y no un monstruo indefinido, una metáfora. También existe la verdad tangible de los pequeños detalles cotidianos que producen alegría. Pero esa felicidad no es literariamente fotogénica, aunque a ratos llegue a reducir toda la literatura a folleto de autoayuda.