Arcadi Espada

He leído estos días un libro de testimonios de víctimas del terrorismo, Cuando la maldad golpea (Fundación Villacisneros). Tiene un defecto bienintencionado: las víctimas se expresan con sus propias palabras. No se produce el caso, tan periodístico, de darles la voz; se ofrece la suya para que describan su tragedia. Como es natural, hay de todo: personas que se expresan con corrección y hasta con gracia; otras de modo ortopédico e ineficaz. Este tipo de libros son resultado de una cultura puramente audiovisual que consiste en poner delante de cualquiera que pase el micrófono y esperar sus palabras, sin mayor zozobra. Es decir, de una cultura no editada. Y que ignora que existió un oficio que traducía a un lenguaje común, inteligible y conciso los balbuceos de las personas comunes. Un oficio que da trabajo a personas especializadas en la construcción de relatos, sean cuales sean sus contenidos. Habría sido, en fin, más útil que los testimonios se hubieran puesto en manos de periodistas y no en las propias manos de las víctimas. Sin embargo, a pesar de la tosquedad expresiva, la tragedia del terrorismo emerge con su violencia privadísima. La víctima del terrorismo es muy especial respecto a su improbable consuelo. La víctima de un asesinato común e imprevisible puede consolarse pensando que se topó con alguien en un mal lugar. La víctima de una guerra asume que puede morir en el campo de batalla por sus propias ideas, y no por las ideas de los otros. Pero la víctima del terrorismo añade algo brutal a la imprevisibilidad del crimen. Y es que alguien le asegure, a través de grandes micrófonos colectivos, que su padre, su hijo o su hermano fueron asesinados por una buena causa. Es exactamente lo que hace imposible cerrar la caja.