Conepcion-Arenal

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Primeros capítulos

Concepción Arenal, 200 años de lucha por la mujer

Cuando se cumplen 200 años de su nacimiento, la filósofa de la compasión sigue de plena actualidad con textos como su ensayo 'La mujer del porvenir', que Nórdica recupera con un enjundioso prólogo de su biógrafa Anna Caballé que puedes leer aquí

31 enero, 2020 07:51

En 1869, el krausista Fernando de Castro, fundador de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, impulsó una de sus primeras iniciativas: un ciclo de conferencias sobre la mujer organizado en la Universidad Central de Madrid, institución de la cual él era el nuevo rector, y destinado a promover un apremiante cambio de mentalidad en relación a las mujeres y a la consideración que merecían en la sociedad de su tiempo. La primera de aquellas conferencias, celebradas en domingos sucesivos (y de ahí su nombre de Conferencias Dominicales) a lo largo de algo más de tres meses, tuvo lugar la mañana del 21 de febrero de 1869. El paraninfo del edificio de San Bernardo ofrecía un espectáculo más que estimulante, pues las mujeres, poseídas de un nuevo espíritu, acudieron masivamente al primer acto del ciclo entrando en un espacio que les había estado vedado a todos los efectos: el recinto universitario. Entre el público se hallaba Concepción Arenal, dispuesta a sacarle un rédito intelectual al acto cuyo tema, como es lógico, le concernía muy directamente. La crónica de aquel primer acto, enviada al periódico La Reforma por su amistad con el director Joaquín María Ruiz, y publicada el 25 de febrero, fue entusiasta:

Cuando en los siglos venideros escriba un filósofo la historia del progreso en España, citará, acompañándola de reflexiones profundas, una fecha: el 21 de febrero de 1869. ¿Se ha dado en este día alguna gran batalla en que ha triunfado la justicia?

¿Una Asamblea ha promulgado como ley algún derecho hasta  allí desconocido o negado? ¿Se han agitado las masas como el mar embravecido, y en las oleadas de su cólera han sepultado en el abismo algún impío error, han levantado hasta el cielo alguna verdad santa? No, el 21 de febrero no ha sucedido ninguna  de estas cosas. Ningún estruendo marcial, ni aclamaciones de la multitud, que no se ha apercibido siquiera de que allá, en la Universidad Central, se reunían algunas personas en el salón de grados (…) ¿Pero dónde estaba el joven graduando al que con tanta ansia se quería ver y escuchar? Era en vano buscarle más que con los ojos del alma; el graduando no tenía cuerpo; era una idea que iba a ser proclamada desde la tribuna, una idea de esas que son el resumen de una época y el germen de otra; una idea de las que crecen primero al calor de algunas inteligencias elevadas, para llegar a ser algún día patrimonio del sentido común. Allí iba a decirse que la mujer es un ser racional, un ser inteligente, capaz de recibir educación y elevarse a las regiones del pensamiento, de infeccionarse aprendiendo y de mejorarse perfeccionándose.

Hay muchas cosas que comentar en el pasaje transcrito de aquella experiencia, la más obvia es su convicción de que un día la emancipación de la mujer sería un hecho aceptado por todos, patrimonio del sentido común. Pero Arenal se equivocaba de medio a medio al pensar que aquel día podía estar próximo o que figuraría en la historia de nuestra cultura en letras de molde, como cristalización de un cambio colectivo en relación a la mujer. Sin duda fue una fecha muy significada en su momento y el comienzo de una legitimidad intelectual hasta entonces rechazada casi de plano. Sin embargo, apenas quedaría el recuerdo de su importancia en los años venideros y desde luego no serían «los filósofos» quienes la rescatarían del olvido. Cuando el feminismo la ha recuperado, en fechas recientes, tampoco se ha visto como parte del progreso de una sociedad sino a menudo como un hito en el avance de los derechos de la mujer: es decir algo que le concierne a ella y de lo cual es la única beneficiaria. Arenal, por el contrario, se esmera ya en las primeras líneas de su crónica para señalar su significación universal, ubicar la reivindicación de los derechos de la mujer como un avance de toda la sociedad y no solo de su colectivo más numeroso.

Fueron un total de quince conferencias, más las lecturas de textos literarios con que se acompañaban los actos (leídos por Campoamor, Hartzensbusch, etc.). Los varones más eminentes de la capital pues, vinculados de un modo u otro a una idea de progreso social —Sanromá, Canalejas, Corradi, Labra, Casas, Moret, Echegaray, García Blanco, Álvarez Ossorio, Castelar , Pi y Margall, etc.— desgranaron, con el mayor paternalismo del que fueron capaces, algunas reflexiones sobre la mujer en relación a la religión, al matrimonio, la educación, las leyes, la cultura, la historia… En breve plazo la escritora advertiría la anomalía que suponía que no se hubiera invitado a ninguna mujer que pudiera representar su sentir, su pensamiento, ante los desafíos sociales que se planteaban en el nuevo contexto político postisabelino. Claro que se daba por hecho que ninguna lo tenía todavía… Lo cierto es que en 1869 Arenal era ya una mujer conocida en los círculos políticos e intelectuales. A punto de cumplir cincuenta años, había publicado algunas obras importantes, aunque no las más relevantes en su trayectoria, que estaban por venir. En todo caso, había adquirido una seguridad en su forma de pensar suficiente para que aquellas conferencias dictadas sobre la mujer, sin tener en cuenta a ninguna de ellas, la moviera a despejar de su mente otras preocupaciones para centrarse temporalmente en las mujeres y su particular problemática. El resultado sería un ensayo luminoso sobre la necesaria autonomía femenina. Necesaria porque repercutiría en el bien de todos: «El hombre no progresará si deja a la mujer estacionaria».

De modo que las crónicas de las sucesivas conferencias en la pluma de Arenal se transformaron en la exposición de sus propias ideas. No le interesaba tanto resumir lo que decían otros, aunque lo hace, como exponer lo que a ella le sugería lo que escuchaba. Así ocurriría, por ejemplo, con la quinta conferencia del ciclo, a cargo del académico, liberal pero profundamente cristiano, Fernando Corradi, quien habló sobre la influencia del cristianismo en la mujer. Lo que este expone en su intervención le da pie a Arenal para que apunte su defensa de un posible sacerdocio femenino. ¿Por qué no, si la mujer es un ser más dotado de valores espirituales que el hombre? Esta era su convicción que defendería hasta el final de sus días: la mujer es un ser moralmente superior y lo demuestra constantemente porque, necesitándolo más que el varón (por su falta de recursos a la hora de tener que sobrevivir por sus propios medios), delinque mucho menos que él (y eso lo prueban los números de presos y presas en las cárceles). Esta opinión, expresada puntualmente en el periódico, suscitaría de inmediato la protesta de un colega quien, sin firmar el artículo más que con unas iniciales, DAMS, aparcaría la crónica que debía hacer de la conferencia de Rafael María de Labra en sustitución de Arenal (baja aquel domingo de marzo por encontrarse enferma) para cargar, escandalizado, contra la posibilidad de un sacerdocio femenino defendida en una crónica anterior por Arenal, yendo así ella mucho más lejos que Corradi. Arenal reaccionaría de inmediato —nunca rehuyó la réplica— aprovechando la crónica siguiente en el periódico para responder a su colega y sustituto en unos términos muy contundentes: «Que Jesucristo no eligiera mujeres para el sacerdocio se comprende bien, sin inferir de aquí su incapacidad perpetua para desempeñar el cargo».

Como ya señaló María José Lacalzada en su estudio sobre la escritora y pensadora, Arenal es una mujer que funciona reactivamente. Es a partir del acceso a otro modo de pensar que el suyo se activa desarrollando entonces su propia originalidad. Y ello explica la dispersión intelectual de su obra que, aun teniendo un ideario muy compacto, se prodiga en manifestaciones muy distintas. De modo que en unas pocas semanas, y después de haber asistido a casi todas las Dominicales dedicadas a la mujer, ella tendría listo su ensayo conteniendo sus propias ideas y replicando las ideas que le parecían más oportunas. Tradicionalmente se ha editado La mujer del porvenir prescindiendo de las dos últimas partes que contiene la primera edición del libro (Biblioteca Económica de Andalucía, Sevilla & Madrid, noviembre de 1869). Es decir, las crónicas de las conferencias, a las que acabamos de referirnos, y un último apartado que incluía algunos capítulos de sus Cartas a los delincuentes que nada tenían que ver con la defensa de la mujer como un sujeto racional y merecedor de una educación que pueda estar a la altura de sus capacidades innatas. Es de suponer que la Biblioteca, dirigida por Félix Perié, aprovechó la edición para ofrecer a los lectores una imagen más completa de la pensadora.

La mujer del porvenir se centra pues en un doble hecho: a) constata la desigualdad que sufre la mujer en todos los ámbitos de la vida y del conocimiento y b) esa desigualdad, fruto de su consideración como un ser inferior al varón, no es justa, es decir no es fruto de una verdad de la naturaleza, sino de una sistemática marginación. La mujer es social e intelectualmente inferior al varón porque se le ha impedido la instrucción necesaria para un correcto desarrollo. Y el único futuro posible para ella consiste en acceder a la educación y hacerlo en igualdad de condiciones. Ahora bien, Arenal, condicionada a su vez por su idea de que la mujer se debe a la mayor moralidad que la caracteriza, considerará que no debe comprometerse en esferas que son de por sí moralmente comprometidas, como la política y el ejército.

Ya hemos dicho que su defensa del sacerdocio femenino (octavo capítulo) levantaría ampollas. Ella había pensado libremente y con sensatez sobre la mujer y los espacios que podía ocupar en el futuro, pero lo cierto es que fue un ensayo escrito en caliente, con cierta precipitación y del que no quedaría satisfecha del todo. Aunque probablemente no hubiera vuelto sobre el tema de no ser por otro hecho puntual. Si antes fue Fernando de Castro el desencadenante de su trabajo, después lo sería el político Gumersindo de Azcárate, uno de sus mejores amigos. El primero de marzo de 1882 se lanzaba una nueva revista titulada Instrucción de la mujer, dirigida por un discípulo de Fernando de Castro, César de Eguílaz (secretario asimismo de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer). El primer número se abría con un largo artículo de Azcárate, «La instrucción de la mujer y la educación del hombre», publicado en dos entregas. Azcárate, algo inseguro con el tema, había pedido ayuda a Arenal para su redacción, y esta le respondió con unas notas que su amigo incluiría, por su interés, a pie de página. En ellas, como antes en sus crónicas a las Dominicales, hallamos el embrión de su nuevo e inmediato ensayo titulado La mujer de su casa, publicado poco después, también en 1882. Allí ya aparece el concepto «la mujer de su casa», que ella prefiere con mucho al más utilizado «ángel del hogar» por describir la realidad sin falsos velos, y lo presenta como un concepto falto totalmente de prestigio. Que una mujer ejerza como mujer de su casa no es nada, es menos que nada y para nadie significa nada. Es como si la mujer, entregándose al cuidado del hogar, cumpliera con una labor consuetudinaria que a nadie merece una mirada de respeto, pero de la que no se puede prescindir. Carece de cualquier prestigio.

Y a partir de aquí, subrayará Arenal, vienen todos los males. Si el ensayo anterior se centraba en la necesidad de la educación, este, en mi opinión, es en el ámbito teórico mucho más trascendente pues en él no dudará ya del sufragio universal y de la necesidad del compromiso político en la mujer si se la considera, y es así, un sujeto de pleno derecho. ¿Sujeto de pleno derecho con las posibilidades de realización mermadas por escrúpulos morales? La respuesta ya es negativa para la pensadora y esta es la principal rectificación respecto del ensayo anterior. Un gran avance, probablemente influido por la temprana lectura que hace (al menos parcialmente) de los dos primeros volúmenes de la obra History of Woman Suffrage. Es decir, es el contacto con el sufragismo anglosajón el que hace que Arenal ya no desdeñe la condición política del sujeto femenino. No solo se da cuenta de su error anterior, sino que todo su ensayo se centrará en la deconstrucción de un mito, el del ideal doméstico como principal responsable de la marginación social y moral de la mujer. No se entiende cómo La mujer de su casa ha quedado oscurecido por La mujer del porvenir, siendo como es superior en ambición y pensamiento, a no ser que, atendiendo a la letra del título del libro, se haya creído que suponía una involución conservadora respecto del primero. Nada más lejos de su intención, la reflexión es muy superior y así lo vio Emilia Pardo Bazán cuando reseñó ambos libros en El Nuevo Teatro Crítico que ella misma dirigía y editaba. Y es superior porque va directamente al eje del problema: este no es la instrucción de la mujer (que no es más que una consecuencia de la marginación que sufre) sino la previa y necesaria destrucción que debe hacerse de un ideal erróneo que ha alimentado el imaginario de hombres y mujeres por espacio de siglos, siendo un grave error porque ha puesto el énfasis en relación a la mujer donde no debía estar.

Es decir, la idea de que el espacio de la mujer debía ser el recinto doméstico, una especie de huis clos que la ha mantenido aislada como sujeto público, como ciudadana, de la marcha del mundo. Y de ello, seguirá Arenal, las mujeres también han sido y son responsables. El hogar es un centro de abnegación, pero también es una suma de egoísmos a los cuales debe hacerse frente. En las antípodas de La perfecta casada de Fray Luis de León, la escritora reprocha a las mujeres el preocuparse por el bienestar de los suyos, mientras muestran la mayor indiferencia por los asuntos públicos. Es evidente que este ensayo no podía causar el mismo efecto positivo que el anterior, y no lo causó. Y como su lectura resultaba incómodo se iría prescindiendo de él en el futuro. Porque mientras que en La mujer del porvenir se lanzaba a saco en la denuncia de la marginación sufrida por las mujeres, aquí Arenal matiza su pensamiento, profundiza más y no las excluye de su propia responsabilidad en dicha marginación. Ella misma es consciente de ello y estando en ciernes la publicación del libro escribe francamente a su amiga Pilar Matamoros con su sentido del humor habitual cuando está en confianza:

La mujer de su casa se llamará, y si lo leyeran sería cosa de que me echaran de la suya las [mujeres] de España, islas adyacentes y colonias o provincias ultramarinas (como ahora se dice, aunque no se hace), y también los hombres. Pero como no lo leerán, no habrá novedad, y, en todo caso, las mujeres que bien me quieren me seguirán queriendo, y se relamerán con algunos parrafitos.

La voluntaria imparcialidad política y moral que asume, o quiere asumir, Arenal en todo cuanto escribe explica que, una vez más, en sus dos ensayos haga abstracción de aquello que es ajeno a su propósito. Ello hace que no podamos adivinar ninguna experiencia personal tras sus escritos sobre la mujer porque nada se nos dice de dicha experiencia. Sin embargo, sí inferimos que Arenal sangra en este ensayo (no en el anterior) por la herida de las frecuentes críticas sufridas por parte de aquellas mujeres que arrojaron el descrédito sobre ella y su filosofía viendo solo excentricidad, locura o vanas pretensiones de reconocimiento. Arenal responde oblicuamente a estas críticas, a la indiferencia que despierta su infatigable lucha criticando abiertamente la vanidad femenina, la preocupación por la moda, el chismorreo en casas y salones y la falta de curiosidad política e intelectual, pero… en algún lugar, admitirá, tiene que colocar la mujer su amor propio si las esferas de realización que le son propias a todo ser humano le están vedadas. La mujer tiene que simplificar su apariencia, escribirá mucho antes de que Coco Chanel llegara a la misma conclusión y revolucionara el aspecto que ofrecían en público las mujeres. En efecto, su apariencia, sencilla, austera, con un sobrio moño recogido y exenta de accesorios que pudieran impedir el libre movimiento del cuerpo era el mejor ejemplo del ideario arenaliano, centrado en el poder de la conciencia como único factor de irradiación de belleza. Y la mujer de su casa debía sumarse a ese modelo moral, derribando los muros, visibles e invisibles, que la aislaban del mundo. No se podía ir más lejos.