Philippe Lançon.

Traducción de Juan de Sola. Anagrama. Barcelona, 2019. 443 páginas. 21,90 €. Ebook: 9,99 €

Esta es la novela de un resucitado de entre los muertos. Philippe Lançon (Vanves, 1963), periodista cultural de Libération y columnista de la revista satírica Charlie Hebdo, se libró de ser rematado en la sala de reuniones de Charlie, en la masacre terrorista del 7 de enero de 2015. Malherido en el suelo, Lançon sólo veía las piernas negras de los asesinos, los hermanos Said y Cherif Kouachi, y oía el ruido de las balas, al grito de “¡Allahu Akbar! (‘Alá es grande!)”. Sintió la presencia de uno de los ejecutores, le oyó respirar junto a él, vio el fusil de asalto apuntando hacia abajo, “preguntándose quizá si había que insistir o no”. El periodista cerró los ojos como un niño haciéndose el muerto, y se libró del tiro de gracia porque realmente parecía estar ya del otro lado: inmóvil, las manos destrozadas y la cabeza bañada en sangre, estaba más muerto que vivo. En el ataque, que duró menos de tres minutos, doce personas, la mayoría de la redacción de Charlie Hebdo, fueron asesinadas, y once más resultaron heridas de gravedad.

El autor de esta depuradísima obra, el periodista y crítico literario, perdió un tercio de su rostro y sufrió graves heridas en los brazos.

Han dicho que este libro es un diario de duelo, y lo es. Estamos ante unas memorias de la destrucción humana, ante un breviario de duelo por el hombre que un día se fue y ya no se es. Porque esta no es una reflexión sobre el terrorismo islamista o sobre las amenazas futuras de cualquier fanatismo religioso. Precisamente, de lo último que habló Philippe Lançon con sus colegas fue de la novela, recién aparecida de Michel Houllebecq, Sumisión.

Estamos ante unas memorias de la destrucción humana, ante un breviario del duelo por el hombre que fue y ya no es

Si Houllebecq en dicha obra lanzaba una mirada especulativa y panorámica hacia un porvenir marcado por la irrupción del Islam, Philippe Lançon, víctima real de un atentado islamista, se repliega sobre sí mismo, sin rencor, para realizar un recorrido fisiológico por la carne desgarrada y lentamente reconstruida, al tiempo que emprende un viaje metafísico por su biografía, sin salir de unas habitaciones de hospital. Nunca el título de Viaje alrededor de mi habitación, de Xavier de Maistre (1794), había tenido tanto sentido.

Cerca de veinte cirugías para reconstruir el tercio inferior del rostro, con un implante de peroné en la mandíbula, más las secuelas físicas y psicológicas serán la metáfora de la destrucción y resurrección de un hombre. Vigilado por dos policías, ante posibles amenazas, Lançon, más cerca de los fallecidos que de los vivos, se sentirá íntimamente unido a sus compañeros muertos. “¿Era yo, en aquel momento, un superviviente? ¿Un fantasma? ¿Dónde estaban la muerte y la vida? ¿Qué quedaba de mí? (…) Intento simplemente delimitar la naturaleza del acontecimiento descubriendo cómo modificó la mía”. Con un “rebaño anárquico de sensaciones y visiones”, el autor construye una perturbadora obra en la que el “viejo yo” dibuja sus contornos para levantar al nuevo de las ruinas.

El libro podría haberse titulado La membrana, que es la traducción médica de Le lambeau, el título francés de la novela, pero faltaría entonces ese otro significado implícito de “despojo”, “piltrafa”, “persona hecha pedazos”. El paciente, que lee a Proust en las antesalas del quirófano, se da la mano con el periodista cultural y entreteje la crónica hospitalaria con sus lecturas de Thomas Mann, Kafka, Shakespeare, y con sus sesiones de cine, música de Bach o jazz y alguna salida esporádica a exposiciones.

En los meses de internamiento en el hospital Pitié-Salpêtrière, primero, y más tarde en el hospital de los Inválidos, Philippe Lançon, que escribe con su propio nombre, porque protagonista y narrador son el mismo ser, se escindirá en otras personalidades: el paciente, el periodista, el hijo, el amante, el amigo, el hermano, el lector, el ciudadano. El escritor se detendrá en los detalles más insignificantes de la vida hospitalaria y sus seres, siempre con piedad, en las relaciones con su cirujana, en el horror de no poder hablar y tener que comunicarse con una pizarra. Sabremos de las operaciones y de las supuraciones de la piel no cicatrizada. Y sin embargo, el lado más vulnerable y prosaico de la experiencia humana nos conmoverá más que aterrará por la insólita delicadeza con que Lançon transmuta el horror y los miedos en gran literatura.