Rodrigo Arribas en el enrique VIII de Rakatá, una de las pocas compañías españolas que ha actuado en el mítico Globe de Londres.

¿Cómo entró Shakespeare en España? ¿Nos ha llegado toda su obra? ¿Versión o traducción? El catedrático, traductor y especialista en Shakespeare Ángel-Luis Pujante responde a estas preguntas en el 450° aniversario de su nacimiento.

En 1984 William Shakespeare fue el escritor extranjero más votado entre los lectores de cuatro diarios continentales europeos, incluido uno español. Y hacia finales del siglo pasado se podía decir que era el dramaturgo más representado en Europa. España no era excepción: tras los cambios culturales de la Transición, en la década de los 90 los teatros españoles ofrecían más obras de Shakespeare que de Lope, Tirso y Calderón juntos. Parece que el número de producciones shakespearianas ha bajado sensiblemente en nuestros días, pero las carteleras nos siguen diciendo que cada nueva temporada podemos contar con bastantes shakespeares. Esta fuerte presencia shakespeariana tiene poco que ver con la suerte que corrieron sus dramas en la escena española del siglo XVIII y primeras décadas del XIX. Shakespeare entró en España pasando por la aduana cultural francesa, lo que en el ámbito teatral significaba que, como sus tragedias no cumplían las normas neoclásicas de orden, decoro y verosimilitud, tenían que representarse en forma de "refundiciones", a cual más alejada de la original. La primera obra de contenido shakespeariano que se vio en España fue Hamleto. Tragedia inglesa, una adaptación neoclásica de Jean-François Ducis, que, en versión castellana atribuida a Ramón de la Cruz, fue estrenada en Madrid en 1772. Esta práctica continuó durante varias décadas, tanto en España como en Francia, con adaptaciones semejantes de Macbeth, Otelo, Romeo y Julieta y alguna otra. De hecho, la escena española no acogió un Shakespeare "auténtico" hasta 1838, cuando se estrenó un Macbeth traducido del inglés por José García de Villalta, pero representado con tan poca fortuna que tendrían que pasar otros treinta años para que se pudiera presenciar otra obra shakespeariana no "refundida a la neoclásica": esta vez un Otelo, en versión algo diluida de Francisco Luis de Retés, que, por lo visto, se benefició del ambiente favorable a Shakespeare propiciado por las compañías italianas de Adelaida Ristori, Ernesto Rossi y Tommasso Salvini que pasaban por los escenarios de Madrid y Barcelona. Desde entonces, las representaciones shakespearianas se han ido sucediendo regularmente. A principios del siglo XX, su teatro -generalmente en manos de actores prominentes como Thullier, Morano, Calvo o Tallaví- todavía se limitaba a muy pocos títulos: sobre todo Hamlet y Otelo, seguidas de El mercader de Venecia y La fierecilla domada. Y, una vez vez más, parece que las tendencias las marcaban las compañías de los actores italianos que seguían viniendo de gira por España (las de Novelli y Zacconi). Por otro lado, el teatro de Shakespeare tuvo un papel significativo en el nacimiento y desarrollo de la moderna dirección escénica española, gracias especialmente a las iniciativas de Adrià Gual y de Gregorio Martínez Sierra. Tales innovaciones quedaron frenadas durante el franquismo, ya que los nuevos teatros "nacionales" primaban las representaciones poco arriesgadas, poniendo el acento en los aspectos más "clásicos" de las obras y la grandiosidad del espectáculo. Además, tanto la censura externa como la autocensura de los traductores o adaptadores aseguraban que las incómodas verdades de tragedias como Hamlet o Macbeth pasaran prácticamente inadvertidas.



Shakespeare también ha tenido una interesante presencia como personaje del teatro español -y bastante antes de Shakespeare in Love-. En 1828 Ventura de la Vega estrenó en Madrid Shakespeare enamorado, una versión libre de Shakespeare amoureux, de Alexandre Duval, a la que siguieron Guillermo Shakespeare (1853), de Enrique Zumel, y la famosa y original Un drama nuevo (1867), de Manuel Tamayo y Baus. Este interés por Shakespeare como personaje reapareció, entre otros, en Miguel Will, de José Carlos Somoza, y en El otro William, de Jaime Salom, estrenadas, respectivamente, en 1997 y 1998.



Junto a todos estos gozos aún subsisten algunas sombras. En primer lugar, y aunque ha aumentado el número de títulos shakespearianos en la escena española, se percibe la tendencia a seguir montando obras conocidas antes que aventurarse con las nunca estrenadas o las poco o rara vez representadas. Seamos realistas: no nos hagamos muchas ilusiones con ver en España todos los dramas históricos ingleses de Shakespeare, que no suelen viajar bien, pero ¿cómo es que uno tan notable como Ricardo II hubo de esperar hasta 1998 para ser estrenado en nuestro país? No esperemos en vano la trilogía de Enrique VI, pero ¿para cuándo obras como Cimbelino o, ya puestos, Los dos nobles parientes?



Refritos y derechos de autor

En segundo lugar, se tiende a rehuir las traducciones, que las hay y funcionan perfectamente en el teatro, para acudir en su lugar a "versiones" o "adaptaciones" más o menos descafeinadas, que a veces no son sino refritos de traducciones ya publicadas, redactados en un español plano o utilitario que no le hace justicia a la excelencia poética de Shakespeare. Jaime Salom no tuvo pelos en la lengua cuando afirmó: "La mayoría de las veces se hace una versión (ja, ja) de un clásico de dominio público para cobrar el adaptador (ja, ja) los derechos de autor de Lope, de Shakespeare o Zorrilla, pongo por caso. ¡Una inmoralidad!" Pero, ¡cuidado!, porque, como Shakespeare no escribió en español, él sólo está en el dominio público si lo está la traducción que se utilice. Dicho de otro modo: no caigamos en el error -o en la trampa interesada- de meter en el mismo saco una "versión" de Lope y otra de Shakespeare (o de Molière, Schiller o Ibsen): la de un autor extranjero se apoya forzosamente en una traducción -que, por supuesto, puede ser del propio adaptador-. Sin embargo, ¿cuántas veces leemos en los programas de mano o en la ficha técnica ‘Traducción de Tal' o ‘Traducción y adaptación de Cual' o ‘Versión de Tal basada en la traducción de Cual', como debería ser para no ser sospechoso de plagio o de refrito?



Por último, y sobre la experimentación escénica: a veces las representaciones son tan personales que el público sale diciendo "¿Esto es Shakespeare?" o "Aquí, ¿cuánto queda de Shakespeare?" Sabemos muy bien que el teatro siempre ha aspirado a la máxima libertad frente a los textos y que en nuestro tiempo algunos directores han llevado al máximo esta aspiración. Están en su derecho, pero el público también tiene derecho a que no se le dé gato por liebre. Sin perjuicio de producciones originales más o menos intermedias, al final las representaciones shakespearianas se atienen a uno de estos dos objetivos: o una realización escénica más o menos fiel de lo que él escribió, o una alternativa a lo que escribió, es decir, una versión tan propia y tan despegada del original que sólo debería llevar la firma de su autor, sin la cobertura de Shakespeare. A este respecto, termino volviendo a la situación de las obras shakespearianas en los teatros español y francés del siglo XVIII y primeras décadas del XIX: Jean-François Ducis firmó como propias sus reelaboraciones neoclásicas de Shakespeare y nunca pretendió que éstas fuesen una traducción ni una versión francesa del texto original inglés, que no entendía y del que tanto se alejaba. Algunos podrían tomar nota de su ejemplo.