Image: La gran guerra de nuestro tiempo

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Ensayo

La gran guerra de nuestro tiempo

Michael Morell y Bill Harlow

4 marzo, 2016 01:00

La lucha contra el Estado Islámico es la principal misión actual de la CIA

Traducción de Nuria Fernández García. Crítica. Barcelona, 2016. 400 páginas. 21'90€, Ebook: 14'99€

La imagen más común que se tiene de la CIA, al menos fuera de los Estados Unidos, es la de una organización maquiavélica, casi omnipotente y decididamente siniestra. Vista desde dentro resulta ser una agencia bastante menos poderosa, más controlada por el Gobierno y el Congreso, más sometida a la ley y en definitiva menos siniestra, aunque sin duda eficiente y a veces letal para quienes combaten a Estados Unidos con las armas del terror.

La lucha contra Al Qaeda, y ahora contra su filial emancipada, el autodenominado Estado Islámico al que solemos referirnos como ISIS o Daesh, ha sido desde los atentados del 11-S la principal misión de la CIA y esa es la historia que cuenta desde dentro Michael Morell (Ohio, 1958), que trabajó en la agencia desde 1980 hasta 2013 y ha ocupado posiciones importantes en la misma durante las presidencias del segundo Bush y de Barack Obama. Por supuesto no cabe esperar de él que revele una sola información clasificada y hay que advertir que la historia que narra se desarrolla en los despachos, no en los teatros de operaciones, así es que no resulta la lectura más aconsejable para los amantes de las teorías de la conspiración o de las emociones fuertes.

Los interesados en la historia reciente harán bien, sin embargo, en leer este sobrio relato de cómo se vivieron desde la cúpula de la CIA episodios cruciales como los ataques del 11-S, la preparación de la invasión de Irak, la lucha contra Al Qaeda, la eliminación de Bin Laden, la primavera árabe, la polémica por las duras técnicas de interrogatorio autorizadas por el gobierno de Bush y prohibidas con Obama, o la traición de Snowden.

En la redacción de su libro Morell ha contado con la colaboración de Bill Harlow, escritor y antiguo portavoz de la CIA, y ello se nota, pues el libro se lee muy bien. A ello contribuye una traducción competente, aunque con algún error ocasional que una revisión debería haber eliminado: en la página 338 se lee que "casi ningún experto" podría entender la crisis de la eurozona contando sólo con fuentes abiertas, cuando resulta obvio que Morell quiere decir lo contrario: casi cualquier experto puede entender la crisis de la eurozona sólo con fuentes abiertas, pero para analizar los planes, intenciones y capacidades de Al Qaeda hay que recurrir al espionaje.

Como funcionario cuya misión no era tomar decisiones políticas, sino proporcionar información relevante a quienes debían tomarlas, Morell sirvió con la misma lealtad a presidentes demócratas y republicanos y esa lealtad la mantiene en su libro, en el que muestra el mismo respeto a Bush y a Obama. A George W. Bush, a quien hubo de informar personalmente cada mañana de las novedades más relevantes durante todo un año, le presenta como un líder muy accesible y siempre muy interesado en hacer preguntas sobre la información que recibía: sobre todo, dice el autor, quería "saber cómo sabíamos lo que sabíamos" (justo el tipo de información que Morell no puede dar al lector de su libro). Y a Obama le admiraba porque era brillante, entendía rápidamente el fondo de cada cuestión y hacía las preguntas correctas, aunque a veces tardaba demasiado en tomar decisiones, justo lo contrario que Bush. Un contraste que, en mi modesta opinión, favorece a Obama: es mejor no decidirse a intervenir en Siria que precipitarse a intervenir en Irak.

A pesar de esta ecuanimidad, Michael Morell deja claro que el gobierno de Bush cometió errores garrafales en Irak. El más grave fue el de haber decidido la invasión sobre la base de premisas falsas: la existencia de programas iraquíes activos de armas de destrucción masiva y la conexión entre Al Qaeda y el régimen de Saddam Hussein. Morell estuvo personalmente implicado en el análisis de esta segunda cuestión y explica que el documento definitivo de la CIA sobre el tema, concluido antes de la invasión, negaba la existencia de pruebas de que existiera conexión alguna, a pesar de lo cual miembros del gobierno siguieron utilizando ese argumento.