Francis Fukuyama

Deusto. Barcelona, 2015. 448 páginas, 32'95 euros.

En 1989, Francis Fukuyama (Chicago,1952) publicó un ensayo en The National Interest titulado ¿El fin de la historia?, que lo catapultó al centro del debate público. Aunque frecuentemente malinterpretado y desacreditado, su argumento central era directo y razonable: con la caída del comunismo, la democracia liberal quedaba como la única forma de gobierno compatible con la modernidad socioeconómica. Desde entonces, Fukuyama ha seguido defendiendo su punto de vista, y ahora ha sintetizado sus esfuerzos en una obra magna en dos volúmenes que narra el desarrollo político mundial desde la prehistoria hasta la actualidad. El historiador sigue convencido de que no hay otro sistema político viable a largo plazo, pero concluye su repaso con un giro que da que pensar: el futuro de la democracia liberal es sombrío, pero la causa son sus problemas internos, no la competencia de ningún rival externo.



Fukuyama comenzaba su primer volumen, Los orígenes del orden político, publicado en 2011, declarando que para los países desarrollados contemporáneos el reto era cómo "llegar a Dinamarca", es decir, cómo construir democracias liberales prósperas y bien gobernadas. Por su parte, eso exigía comprender lo que significaba realmente "Dinamarca" (la democracia liberal). Basándose en las ideas de su maestro, Samuel Huntington, el autor sostenía que lo más importante para el orden político son las instituciones, y que la democracia liberal en particular descansa sobre un delicado equilibrio entre tres componentes característicos: la responsabilidad política, un Estado fuerte y eficaz, y el sistema de Derecho. La responsabilidad requiere mecanismos que obliguen a los políticos a rendir cuentas a la ciudadanía, lo que significa la celebración regular de elecciones libres y limpias con múltiples partidos. Pero las elecciones por sí solas no bastan. Una auténtica democracia liberal necesita que las instituciones en las que reside su responsabilidad estén complementadas por un gobierno central capaz de llevar las cosas a buen término, así como por normas y regulaciones que se apliquen a todos por igual.



Fukuyama mostraba cómo con frecuencia, a lo largo de la historia de la humanidad, estos tres factores han aparecido individualmente o en diferentes combinaciones. Por ejemplo, China desarrolló un estado mucho antes de que existiesen en Europa, pero no alcanzó ni el sistema de Derecho ni la obligación de rendir cuentas en la política. Por contraposición, India y gran parte del mundo musulmán desarrollaron muy pronto algo parecido al sistema de Derecho, pero no Estados fuertes (o, en muchos lugares del universo musulmán, la responsabilidad política). El historiador señalaba que los tres aspectos no empezaron a aparecer simultáneamente hasta finales del siglo XVIII en algunas zonas de Europa.



Fukuyama plantea que la competencia militar puede empujar a los Estados a modernizarse, y cita a la antigua China, a Japón y a Prusia.

Orden y decadencia de la política retoma la historia en este punto y lleva al lector a hacer un recorrido trepidante por los acontecimientos desde la Revolución Francesa hasta el presente. No se puede negar que Fukuyama es ambicioso. Quiere hacer algo más que limitarse a describir qué es la democracia liberal; quiere descubrir cómo y por qué llega a desarrollarse (o no). Por eso en este volumen, igual que en el anterior, abarca una vasta extensión de terreno, resumiendo una cantidad extraordinaria de estudios y ofreciendo un cúmulo de razonamientos sobre una asombrosa variedad de temas. Inevitablemente, algunos de esos argumentos son más convincentes que otros, y afloran pocas generalizaciones rígidas o fórmulas mágicas, ya que Fukuyama es demasiado erudito como para forzar a la historia a adaptarse a unos esquemas preconcebidos.



Así, plantea que la competencia militar puede empujar a los Estados a modernizarse, y cita a la antigua China y, más recientemente, a Japón y a Prusia. Pero también señala numerosos casos en los que esa clase de competencia no tuvo efectos positivos para la construcción del Estado (por ejemplo, Latinoamérica en el siglo XIX), y otros muchos en los que su efecto fue negativo (Papúa Nueva Guinea, así como otros lugares de Melanesia). Y propone que la secuencia del desarrollo político es importante, aduciendo que "aquellos países en los que la democracia precedió a la construcción del Estado moderno han tenido muchos más problemas para llegar a un sistema de gobierno de calidad que aquellos otros que heredaron los Estados modernos de la época absolutista". Pero los casos que da como ejemplos no se ajustan necesariamente con precisión a su argumento (ya que, al final, al Estado prusiano le costó subordinarse a las autoridades civiles, y la debilidad inicial de Estado italiano probablemente se debió más a la ausencia de democracia que a un exceso de la misma). Además, sin duda el autor es consciente de que es mucho más probable que el Estado quede debilitado por el autoritarismo que por la democracia, ya que sin unos medios de comunicación libres, una sociedad civil activa y elecciones periódicas, el primero tiene más posibilidades de hacer uso de la corrupción, el clientelismo y la rapiña que las democracias.



Quizá la sección más interesante del trabajo de Fukuyama sea la que dedica a Estados Unidos, que le sirve para ilustrar la relación recíproca entre democracia y construcción del Estado. Llama la atención sobre el hecho de que, a lo largo del siglo XIX, Estados Unidos tuvo un Estado débil, corrupto y patrimonial. Sin embargo, desde finales de ese siglo hasta mediados del XX, el Estado se convirtió en un actor fuerte y eficaz, primero de mano de los Progresistas, y luego del New Deal. Esta transformación fue impulsada por "una revolución social propiciada por la industrialización, que movilizó a una multitud de nuevos actores políticos sin ningún interés en el viejo sistema clientelista". El ejemplo estadounidense muestra que, efectivamente, las democracias pueden construir Estados fuertes, pero que para ello -sostiene Fukuyama- es necesario que sujetos con poder que no estén vinculados al viejo orden realicen un esfuerzo importante y prolongado.



Ahora bien, si ciertamente Estados Unidos ejemplifica cómo pueden formarse los Estados democráticos, también ilustra de qué manera pueden decaer. Tomando de nuevo a Huntington como punto de partida, Fukuyama nos recuerda que la decadencia puede afectar a todos los sistemas políticos "actuales y pasados" cuando las viejas estructuras institucionales no logran evolucionar para responder a las necesidades de un mundo en transformación. "El hecho de que un sistema haya sido alguna vez una democracia liberal estable y eficaz no significa que lo vaya a ser indefinidamente", y advierte de que ni siquiera Estados Unidos es permanentemente inmune al declive de las instituciones.



Si ciertamente Estados Unidos ejemplifica cómo pueden formarse los Estados democráticos, también ilustra de qué manera pueden decaer.
El autor afirma que, a lo largo de las últimas décadas, la dinámica política estadounidense ha retrocedido a medida que su Estado se ha vuelto más débil, menos eficaz y más corrupto. Una de las causas es la cada vez mayor desigualdad económica y la concentración de la riqueza, que ha permitido a las élites adquirir un inmenso poder político y manipular el sistema para favorecer sus propios intereses. Otra es la permeabilidad de las instituciones políticas estadounidenses a los grupos de interés, que hace posible que todo un abanico de facciones que "colectivamente no representan al conjunto de la ciudadanía" ejerza una influencia desproporcionada en el Gobierno. El resultado es un círculo vicioso en el que el Estado estadounidense gestiona defectuosamente los grandes problemas, lo que confirma la desconfianza de la ciudadanía, lo que, a su vez, lo priva de recursos y de autoridad, lo que desemboca en un desempeño aún más deficiente de sus funciones.



Ni siquiera la vasta erudición de Fukuyama puede predecir adónde conduce este círculo, pero basta con decir que a nada bueno. Además, el autor se teme que los problemas de Estados Unidos puedan llegar a convertirse cada vez más en propios de otras democracias liberales, incluidas las europeas, donde "el crecimiento de la Unión Europea y el traslado de la toma de decisiones políticas de las capitales nacionales a Bruselas" ha hecho "que el sistema europeo en su conjunto... se parezca cada vez más al de Estados Unidos".



Así pues, Fukuyama deja a sus lectores con una deprimente paradoja. La democracia liberal sigue siendo el mejor sistema para afrontar los desafíos de la modernidad, y hay pocos motivos para creer que las alternativas china, rusa o islamista puedan proporcionar la amplia variedad de bienes económicos, sociales y políticos que todos ansían. Pero, a menos que las democracias liberales sean capaces de reformarse y de combatir la decadencia institucional, la historia no terminará con una explosión, sino con un sonoro lamento.