Ensayo

Permiso para sentir. Antimemorias II

Alfredo Bryce Echenique

27 octubre, 2005 02:00

Alfredo Bryce Echenique

Anagrama, 2005. 555 páginas, 22 euros

Alfredo Bryce Echenique nos entrega la segunda parte de las que calificó afrancesadamente de "antimemorias". Dada la considerable extensión de la primera y también de la segunda bien pudiera parecer que la existencia de Bryce, el personaje que acostumbra a aparecer en sus novelas bajo otras identidades, nos confiese ahora con mayor detalle su intimidad.

Desde luego, una vida da para mucho si quien la relata no se reduce a sí mismo, pese a que la literatura toda del escritor peruano, que a veces alguien entiende como formando parte del grupo del "boom" y otros le sitúan como outsider, es funcionalmente egocéntrica. Se apoya en este recurso y el memorialismo, del que se salta algunas normas, le sienta bien. Sin embargo, sería imperdonable que las más de mil páginas de sus memorias se redujeran a un mero autoanálisis. Pero el escritor, parodiando a Ortega, es también su circunstancia. Y en ella caben desde su niñera a sus mujeres, amigos, el clan familiar, las ciudades donde ha residido y escrito: Lima, París, Montpellier, Barcelona, Madrid y vuelta a empezar.

Más de medio millar de páginas en este volumen dan para mucho y éste es el admirado escritor de siempre, excesivo, reiterativo, quien nos sumerja en el constante ir y venir de su vida peregrina, con inspirado sentido del humor basado en la exageración. El volumen, sin embargo, como el Quijote cervantino, posee una seriedad de fondo y hasta un trágico sentido de la vida, un pesimismo profundo que no ha de impedirle un canto a la vida y a los placeres ocasionales. Su sentido de la desmesura se acrecienta cuando el autor se siente dividido entre la Europa, en la que desea vivir, y la nostalgia por el Perú al que regresará y no sólo una vez. Sus reflexiones sobre el Perú y sus hombres públicos, sobre la decadencia de una sociedad diseccionada con rigor y no sin cierta crueldad, justificarían el libro.

Bajo la sonrisa a la que obligan las desventuras del personaje descubrimos al escritor vocacional que se esfuerza en narrar como si le contara al lector al oído, su cómplice, una historia que se bifurca y amplía en múltiples personajes, direcciones e instenciones. Parte de su juego consiste en situarse en situaciones casi inverosímiles de las que el autor parece lamentarse y considera que no le suceden a otros amigos y escritores. Pese a sus simpatías por el "boom" desliza no sin ironía: "García Márquez se vestía de obrero, se ponía unos mamelucos memorables para darle a su jornada laboral grandeza, sencillez y rudeza picapedrera y, al mismo tiempo, acercarse a la concepción de lo que debe ser un trabajador intelectual no desligado de su base popular".

Desfilan por estas páginas otros muchos artistas cuyas imágenes merecen comentarios menos severos: Vargas Llosa, Ribeyro, Alfredo Ruiz Rosas, Edgardo Rivera Martínez (sus compatriotas), Carlos Fuentes, Monterroso y algunos más. También jóvenes, porque menciona, de paso, a Jaime Bayly. El mecanismo que convierte la narración en creación literaria es la nostalgia. Su vocación viajera le lleva por Italia, por Grecia, por Canadá. Pero su referencia es siempre el Perú.

A sus cuarenta años describía su relación con las mujeres como algo semejante a un desastre: "me acercaba a los cuarenta años y había perdido a mi primera esposa, Maggie. Mi furtiva e itinerante relación con Sylvie, ese fruto prohibido que la dulce Francia me sirvió en bandeja, sólo para que me enterara de lo que es el paraíso". Las descripciones de alguna de las mujeres que pasan por su vida, cuyo recuerdo le conducirá hasta las lágrimas, acostumbran a ser amables, así como la de su familia. Vuelve de nuevo aquí a rememorar la difícil relación con su padre; aunque parece determinante el alejamiento de su madre y sus encuentros en la Costa Azul. Resulta implacable con otros miembros de la familia; así como con la cuidadora de su madre en Lima. Los ajustes de cuentas no son sólo literarios. Con los políticos resulta temible.

El libro no sigue, salvo en la parte final -y a su modo- una secuencia histórica. Como reproducción fiel de la memoria, traza a modo de breves capítulos, con excelentes títulos, retratos sugeridos a veces por una palabra, una emoción, un recuerdo. Cesto de cerezas interminable, no sabremos si admirar más su capacidad de recrear ambientes, sus retratos irónicos hasta el sarcasmo, sus nostalgias o el modelo de caballero andante desorganizado, despistado, alcohólico en grado sumo (la escena de la cerveza en la ambulancia que le conduce al hospital parece extraída del cine cómico mudo), depresivo, amante interminable -casi nerudiano-, eficaz profesor, admirable y admirado escritor, torpe en su vida cotidiana, siempre imprevisible. El personaje de Bryce devoró al protagonista o quizá fue al revés. Sus amigos le echamos de menos, aunque esté en París, en Tenerife, en Lima, en Madrid o Barcelona. Escritor de ida y vuelta: de América a España y de España a América, ha sabido crearse un mundo que acabamos compartiendo. Ha distinguido certeramente en el título de este volumen entre "vivir" y "sentir", aunque para Bryce resulten sinónimos.