En el invierno de 1963, los sindicatos de prensa convocaron una huelga en Nueva York por los bajos salarios y la automatización de las imprentas dejando a la ciudad sin periódicos. Con los estantes de los quioscos vacíos, y aprovechando que The New York Times y otras importantes cabeceras habían tenido que suspender sus publicaciones, el 1 de febrero se lanzó el primer número de The New York Review of Books, un suplemento sobre literatura y cultura de calidad.

Su tirada de 100.000 ejemplares se agotó rápidamente. Aquel mes sus directores Robert B. Silvers, Barbara y Jason Epstein —vicepresidente de Random House—, junto a la escritora Elizabeth Hardwick y el marido de esta, el poeta Robert Lowell, recibieron cientos y cientos de cartas, casi mil, instándoles a publicar más números.

Autora de relatos y varias novelas, fue Hardwick quien puso el alma de esta nueva publicación al abogar por una crítica más reflexiva e incisiva, como un género literario en sí mismo, que defendiera “lo inusual, lo difícil, lo largo, lo intransigente y, sobre todo, lo interesante”.

Figura imprescindible de la literatura norteamericana del siglo XX, la editorial Navona se ha propuesto reivindicar la importancia de esta escritora con la publicación de varios de sus libros, entre los que se incluyen los relatos de Historias de Nueva York (en 2022), su espléndida novela Noches insomnes y sus imprescindible ensayos literarios reunidos en Seducción y traición (los dos últimos a finales de 2023).

El arte como empleo

Nacida en Kentucky, en una familia numerosa —era la octava de once hermanos—, Hardwick abandonó su doctorado en 1941 para dedicarse por completo a la escritura. En muchos de sus relatos reflejaría su experiencia sureña. “En cuanto llegaba a casa, no pensaba en más que una cosa: que no me hablen de caballos ni del Derby de Kentucky”, decía cómicamente en su novela.

A Robert Lowell lo conoció en Nueva York en 1946, en una fiesta del Greenwich Village. Aquejado de un trastorno bipolar y conocido por sus continuas infidelidades, junto a él formaría uno de los matrimonios más longevos y tormentosos de las letras americanas, fruto del cual nacería su única hija.

Separados desde 1972, Lowell volvía a casa de su exmujer cuando el 12 de septiembre de 1977 sufrió un infarto en un taxi. Nunca llegó a su destino. “Las desapariciones rápidas y devastadoras, irrevocables, son útiles y benévolas: en la ráfaga de la tormenta dejan las primeras semillas de amnesia”, escribió ella poco después en Noches insomnes.

A medio camino entre la realidad y la ficción, considerada hoy como su obra cumbre, aquella novela contaba la vida de una mujer a partir del “tormento” de las relaciones personales, propias y ajenas, y del entorno como experiencia vivida, posiblemente como reflejo de la vida nómada que la propia Hardwick había tenido. “Ir cambiando de ciudad me lo ha dado todo y me lo ha quitado todo”, afirmaba no en vano su protagonista.

“Frente a aquellos novelones macizos que los escritores varones se lanzaban entre sí como obuses en la guerra abierta por la supremacía, este es un libro de poco más de cien páginas, con muchos espacios en blanco, sin argumento, sin un propósito visible ni de abarcar una época ni aspirar al volumen marmóreo de la obra maestra”, señala Antonio Muñoz Molina en el prólogo de esta novela. 

Y, sin embargo, Noches insomnes es también el reflejo de una época y de un lugar. Del Kentucky de su infancia, “de las noches de verano y de los quioscos de perritos calientes, de la fétida piscina cargada de cloro, de la estridente montaña rusa, de las viejas mesas de pícnic cuarteadas por la lluvia y de los columpios de hierro rotos”, hasta las grandes orquestas que “formaban parte de la ebriedad sureña, de parejas que bebían whisky con Coca Cola, que vomitaban, que eran infieles, que estaban perdidamente enamorados, fuera de sí”.

Y de Columbia al apartamento de la calle 45 Este de Nueva York, en una época, reflexiona Muñoz Molina, de “una efervescencia literaria, musical, estética” en la que la escritora mantuvo un protagonismo “decisivo”. “El descontento de la gente del Hotel Schuyler era bastante diferente: aunque la mayoría eran fracasados, vivían en una euforia de deseos inverosímiles y planes atropellados”, escribió elocuentemente. Y, sin embargo, “nada parecía indicar que el fracaso de su arte los hiciera sufrir”, tal vez porque como sostiene su narradora, “el arte había cambiado de nombre y ellos lo veían como otra cosa: como un empleo”.

Una crítica incisiva y original

Pero si por algo fue reconocida y es recordada Hardwick, más allá de su poca producción literaria —entre la que se incluyen varias novelas y una breve biografía de Herman Melville—, es por sus críticas literarias, por cuya labor fue condecorada con la Medalla de Oro de la Academia Estadounidense de Artes y Letras. Como cofundadora de The New York Review of Books, a lo largo de su vida, firmó más de cien reseñas y artículos, algunos de ellos reunidos en Seducción y traición, donde se nos da una imagen bastante amplia de su fuerte espíritu crítico e incisivo, en lo que se convierte en una brillante y elocuente reflexión sobre las mujeres y la literatura.

En este compendio de textos se dan cita una galería de escritoras encabezadas por las hermanas Brontë, poseedoras de “la constancia y la energía que marcaron las grandes carreras literarias del siglo XIX” y en concreto por una de ellas: “Cumbres borrascosas —escribe—, está un plano superior a las de sus hermanas porque no está atada por lo cotidiano, por lo ordinario”, señala Hardwick en este libro por el que también se pasean escritoras como Virginia Woolf, Dorothy Wordsworth o Jane Carlyle.

Con clarividencia y valentía, Hardwick advierte sobre el talento y la determinación de Zelda Fitzgerald: “Ella tenía defectos y era en buena medida responsable, pero de repente nos sentimos disgustados y bastante resentidos por el hecho de que esta chica extraña y valiosa de Montgomery, Alabama, tuviera que soportar desaires y medidas disuasorias innecesarias, en una vida donde tanto sufrimiento estaba predeterminado y más allá de cualquier posibilidad de arreglo”. Y sobre Sylvia Plath escribe sin ambages que era “un prodigio de talento que se autodestruyó a la edad de treinta años, y es probable que siga siendo, según parece, una de las poetas más interesantes de la literatura americana”, antes de calificar su suicidio como “una puesta en escena” y su obra como “brutal, como un puñetazo en la mesa” que a veces “es también mezquina en sus afectos”.

El tormento del amor

Pero, además, en el ensayo que da título al libro, Hardwick tampoco se corta al afirmar sobre alguno de los icónicos personajes de la literatura que “los seductores más interesantes son en realidad violadores; por ejemplo, don Juan y Lovelace. Todo su carácter está atrapado en el pesado trabajo de la dominación, y trabajan como burros, nunca satisfechos, sin descanso, hambrientos de un modo mítico”.

Ajuste de cuentas entre hombres y mujeres, cabe preguntarse si no habría un poco de sí misma también cuando, a colación del amor romántico, recuerda la escritora que “la heroína traicionada, a diferencia de la simple mujer traicionada, nunca vive bajo el delirio de que el amor o el sexo confieran algún tipo de derecho sobre los seres humanos”.

“Cuando el amor se malogra —continúa—, la supervivencia del espíritu parece sostenerse en la resistencia, la independencia, la tolerancia, la aflicción solitaria. Estos rasgos son tremendamente conmovedores, y cuando se recurre a ellos es habitual que la heroína eclipse al hombre”. Como queda dicho, sobre el tormento de las relaciones personales, había escrito en Noches insomnes: “Nada nuevo ahí, excepto el disimulo y la huida a lomos de los adjetivos. Cuán dulce verse atravesada por los puñales al final de los párrafos”. Hardwick tenía 91 años cuando falleció en 2007.