“En las historias de amor se concentran las cosas decisivas de la vida. En esa cosa tan rara que es el encuentro con otra persona…” Esto es lo que estaba diciendo Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) en la soleada mañana de este miércoles, en la Biblioteca Eugenio Trías del madrileño Parque del Retiro, cuando irrumpió en la sala donde transcurría la entrevista Elvira Lindo, su esposa. La fugaz confluencia se saldó con un beso, un abrazo y una brevísima conversación cómplice por la que habrían suspirado los protagonistas de No te veré morir, separados por medio siglo y un océano. Se trata de un verso que Idea Vilariño dedicó a Juan Carlos Onetti, uno de los grandes maestros del escritor y académico, y también es el título de su nueva novela.

Las primeras setenta y tres páginas de esta obra, en la que el narrador regresa a la ficción tras relatar la experiencia pandémica en Volver a dónde (2021), se completan con una larga oración digresiva que crece y crece al tiempo que merodea un instante concreto: la despedida de Gabriel Aristu y Adriana Zuber, esa mujer a la que, durante toda su vida, el protagonista amó furtivamente. 

Las píldoras biográficas que corresponden a Gabriel, aparentemente complementarias al ejercicio de estilo consistente en la supresión del punto, van configurando una historia de gran calado humano. "No quería romper el hilo de la invención, que la frase respirara y tuviera una vida orgánica plena", explica Muñoz Molina. Desde la segunda parte se impone la narración convencional, el fraseo largo que texturiza las novelas del autor de El invierno en Lisboa, el asombroso dominio de la expresión, la palabra certera, la descripción plagada de detalles que atrapa la atmósfera de cada escena.

[Antonio Muñoz Molina, la pluma tranquila]

No te veré morir encierra todas las complejidades morales que al autor le obsesionan sobre las relaciones afectivas. El protagonista, sin ir más lejos, está enclaustrado en una intachabilidad que, oscuramente, deviene en obediencia: “A Gabriel Aristu, hijo leal de su padre, no le sería lícito desperdiciar nada de lo que se le ofrecía”, leemos. La encrucijada de su vida se dirime entre el amor y la responsabilidad que lo ata a su destino, y esto último consiste en ser la persona que su padre merecía que fuese, no la que hubiera querido ser.

De todo esto, pero también de España y Estados Unidos —escenarios principales de la novela—, de justicia social, de feminismo, de política medioambiental, Muñoz Molina no se guarda un solo as bajo la manga. El escritor charla con la serenidad con la que camina, uno de los placeres que en su vida cotidiana trata de conciliar con la música clásica o el arte. Pero dispara con precisión, igual que sus novelas encuentran las grietas en la conciencia del lector.

Pregunta. (Cuando Elvira Lindo se marcha de la sala). Le preguntaba qué le atrae del amor y de la tristeza.

Respuesta. Mi intención principal al escribir novelas es contar historias que traten de lo profundo de la experiencia humana, del modo en que las circunstancias influyen en la relación entre las personas. Mi idea de la literatura es poco literaria, en el sentido de que no me interesa algo que está muy de moda: la reflexión sobre la propia literatura. Para mí la literatura es una herramienta para llegar a una cierta forma de conocimiento.

P. Por cierto, sus libros de ficción son cada vez más breves. ¿Hay una vocación de condensar o es un estado de ánimo que corresponde a esta nueva etapa?

R. Las narraciones te piden su propia forma. Una parte del proceso de escribir una historia es encontrar la longitud más adecuada. Como yo tengo tendencia a lo expansivo, uno quiere vigilar sus tendencias espontáneas para controlarlas. Para mí es importante lograr el máximo de concentración y precisión. Se trata de decir solamente lo necesario, así que hay que suprimir adjetivos, comparaciones… Esa exigencia tiene que estar muy despierta. Yo no puedo decidir la longitud que va a tener un libro, pero sí puedo tener un impulso de frenada.

P. En una entrevista reciente con El Cultural vino a decir que sin la primera frase de una novela, sentía que no tenía nada. Sin embargo, esta vez la primera frase se ha alargado más de setenta páginas.

R. Sí, pero no era un propósito. En cada libro tienes que encontrar un tono y dejarte llevar. En este caso, había un deseo de fluir, una intuición musical. En realidad, solo era un experimento que podía salir mal. De hecho, a lo largo de la novela yo he tenido muchas dudas sobre esta parte y también sobre toda la novela. Lo asumí como una tentativa, pero es verdad que podía haber fracasado.

P. En todo caso, resulta evidente que hay una voluntad de seguir experimentando con las formas narrativas. Cuando un creador se cansa de probar, ¿está acabado?

R. Bueno, hay quien hace toda la vida la misma cosa o muy parecida y siempre es muy bueno. João Gilberto se pasó toda la vida tocando las mismas canciones con la guitarra. Por mi carácter y por mi inseguridad, siento como una inquietud de no repetirme, de buscar en cada caso una manera distinta de contar una historia.

"Hay quien hace toda la vida la misma cosa o muy parecida y siempre es muy bueno"

P. Es curioso que cite la inseguridad, siendo este un ejercicio de audacia. ¿No son términos disonantes?

R. No lo creo. El que es audaz con plena suficiencia no es audaz, porque no tiene miedo. Se avanza a pesar de la inseguridad. En el proceso creativo, ¿quién está seguro de lo que está escribiendo? ¿Quién puede decir “esto es muy bueno”? No lo puede decir nadie, lo único que puedes hacer es engañarte. Sin embargo, tú lo intentas, sabiendo que aquello puede ser una tontería, que se puede derrumbar. Uno piensa que entusiasmarse con algo es una buena señal, pero puedes estar equivocado.

P. Curiosamente, el personaje que más se parece a usted es un secundario y, aunque habla en primera persona, su voz es más bien omnisciente (“testigo necesario”, se dice en la novela). ¿Corresponde a su condición de observador de la realidad que tanto vemos en sus artículos?

R. Efectivamente, la novela funciona en un sistema de contrapuntos. En la segunda parte hay un cambio radical, tenemos otra voz, la de alguien que está fuera de la historia y la información que tiene es únicamente la que recibe. Además, tiene una posición narrativa y social completamente distinta. Mientras que el protagonista es una persona instalada en el mundo, el segundo tiene un sitio muy dudoso y una vida muy precaria. Ese contraste le da más fuerza a los personajes.

P. El narrador en primera persona, Julio Máiquez, debe tener una edad similar a la suya. ¿Qué le ha prestado?

R. El choque repentino con ese mundo, Estados Unidos.

P. Pero usted no estaría tan desubicado...

R. Yo también lo estaba (risas). Era un momento de muchos cambios. En un plazo brevísimo, dejé de trabajar en una oficina como auxiliar administrativo porque estaba teniendo muchos reconocimientos como escritor, dejé de vivir en Granada, me divorcié, encontré a mi nueva mujer… Piensa que empecé a publicar artículos en el Diario de Granada en 1982, autoedité mi primer libro en 1984 y cuatro años después recibí el Premio Nacional de Literatura [por El invierno en Lisboa en la categoría de Narrativa]. Cuando llegué a Estados Unidos al principio del año 1993 fue como un retiro espiritual, porque me habían pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo. Todo eso está en la novela y en este personaje.

“Los españoles nos llevamos muy bien, el problema es que la política es muy bronca”

P. El personaje protagonista lamenta, cuando vuelve, que España se parezca cada vez más a Estados Unidos. ¿Qué consideración tiene actualmente acerca de esta comparativa entre ambos países?

R. Sigue habiendo diferencias muy grandes: nosotros tenemos sanidad pública y, a pesar de todo, también una buena educación pública. Además, si le caemos mal a un policía, generalmente no nos va a arruinar la vida. La dureza del sistema penal en Estados Unidos es escandalosa. Lo que sí se contagia es un sistema económico en el que crecen las desigualdades y en el que las personas se vuelven extraordinariamente individualistas e insolidarias. Eso es lo que me parece más triste.

P. A propósito de la solidaridad, usted que conoce la cultura estadounidense y también la española, ¿cree que en España tendría éxito el #MeToo, tal y como vaticinó el presidente del Consejo Superior de Deportes en referencia al fútbol?

R. A mí lo que me molesta es que todo tenga que convertirse en una traducción de algo que ya ha pasado allí. Aquí hay un movimiento feminista muy poderoso, independientemente de lo que ocurra en Estados Unidos. Las reivindicaciones por la igualdad llevan ya mucho tiempo en España, incluso a veces más adelantadas que allí. No sé por qué tenemos que ser miméticos o copiar sus palabras.

P. Y si verdaderamente este fuera el inicio del #MeToo, ¿no le parece que ha empezado muy a la española? El discurso del presidente de la Federación Española, su madre en huelga de hambre encerrada en una iglesia...

R. Desde luego, se ha vuelto berlanguiano… y hasta torrentiano. A mí lo que me parece escandaloso es que personajes así pudieran actuar como lo han hecho sin que pasara nada. Parece ser que el mundo del fútbol profesional es bastante turbio.

P. Usted que anda siempre a vueltas con España y la memoria, ahora que ha pasado más de una década de la publicación de Todo lo que era sólido (2012), ¿qué diferencias encuentra entre la España que retrató y la actual?

R. Hay una fundamental, y es que la respuesta a la crisis del Covid y de la guerra ha sido mucho más racional y solidaria que la que hubo entonces. Pero también creo que seguimos siendo cautivos de algo que yo señalé: la politización excesiva de la vida pública, es decir, la confusión entre los partidos políticos y la administración, que la política interfiera tanto en la vida civil. Por ejemplo, que los directivos de las televisiones y muchas instituciones tengan que cambiar cuando cambie el gobierno. En fin, nuestra vida pública sigue siendo bastante frágil.

P. ¿Y por qué nos llevamos tan mal?

R. Yo creo que en la vida real nos llevamos bastante bien. El problema es que ahora la política es muy bronca. Recuerdo que, a principios de siglo, cuando venía a España desde Estados Unidos me daba envidia que hubiera zonas de concordia por encima de las divisiones partidistas legítimas. Ahora no las hay, pero allí tampoco. Incluso allí hay más separación que aquí. Y también están los casos de Francia y Reino Unido. En fin, no hemos perdido muchas de las fragilidades que teníamos entonces, pero digamos ahora están más compartidas (risas).

"Las primeras medidas de los ayuntamientos de VOX y PP en cuestiones ambientales son aterradoras"

P. ¿Cree que el retroceso del que nos alerta la izquierda por un futuro gobierno de derechas es tan plausible?

R. Las primeras medidas de los ayuntamientos de VOX y PP en cuestiones ambientales son aterradoras. Llegan a Elche y lo primero que hacen es coger una excavadora para levantar un carril bici, llegan a Baleares, que es un archipiélago en estado de colapso, y dicen que hay que dejar de demonizar el turismo y quitar limitaciones, en Andalucía se quieren ampliar los regadíos contraviniendo la normativa europea… A mí esto me preocupa mucho. Yo no digo que vayamos a volver al franquismo, eso es una tontería, pero hay modelos económicos, educativos y sociales muy agresivamente contrarios a las ideas que yo tengo de la justicia social, la igualdad entre las personas… Y no estoy especulando, son medidas concretas adoptadas por estos gobiernos.

P. La defensa del desarrollo sostenible entronca directamente con la dignidad de los espacios rurales que siempre ha reivindicado por motivos obvios como sus propios orígenes. Sin embargo, su escritura es muy urbana y concretamente esas ciudades suelen ser escenarios fascinantes de los que uno no quiere irse.

R. (Risas) Es cierto, y es algo que en los últimos tiempos me estoy replanteando. En esa fascinación por las ciudades hay una parte de papanatismo de quienes quisieron apartarse del mundo rural. Además, hay algo en las ciudades que me enfada muchísimo y es la desigualdad. Tú contemplas la ciudad estéticamente y eso está muy bien. Pero ¿quién puede vivir en una ciudad? Esa pregunta, en la que antes no pensaba, ahora me preocupa. La diferencia de esperanza de vida entre este barrio [distrito Retiro] y Usera son diez años. Las ciudades son los escenarios de la desigualdad, donde la gente común y trabajadora es expulsada. Es un drama nacional.

P. Usted que conoce bien el mundo rural y su aspereza, ¿qué le parece esa espantada hacia los pueblos de los urbanitas? ¿Cree que hay algo de impostura en este movimiento?

R. Depende. También habrá gente haciendo cosas muy interesantes y que, además, prefieren llevar una vida más humana. Debería haber un mayor equilibrio entre la ciudad, lo que asociamos con la tecnología, y el campo, que lo asociamos con el atraso.

P. ¿Quizás el equilibrio sean las ciudades de provincia? También en su escritura se advierte esa complicidad...

R. Es verdad. Hace poco pasé una temporada en Pamplona, cuando Elvira [Lindo] estaba rodando una película, y es una ciudad intermedia extraordinaria. En ciudades como esta, Vitoria o Pontevedra suele haber una política municipal más ilustrada: respeto al transporte público, espacios verdes…

P. Ha reivindicado en alguna ocasión la emisión de obras de teatro en la televisión pública. ¿Ahora dónde ve teatro?

R. Veo mucho menos de lo que me gustaría. Poder asistir a un buen teatro de repertorio, como en París, donde se puede ver a Lope, Shakespeare o Chéjov, sería estupendo. Esta es una deficiencia cultural muy grande de España.