Es de destacar la extraordinaria influencia ejercida en la escritora, hija única, por su padre, José Pardo Bazán y Mosquera, al que en sus “Apuntes autobiográficos” llegó a definir como “un hombre ilustrado, que tiene aficiones de político, jurisconsulto y agrónomo, y a quien interesan más las cuestiones sociales que las literarias”. En su biblioteca, Emilia se convierte en una voraz lectora, sobre todo de Cervantes, la Biblia, la Ilíada y Victor Hugo. Con todo, la formación de la escritora, nacida en La Coruña el 16 de septiembre de 1851, es autodidacta, solo con estudios reglados en “cierto colegio francés, muy protegido de la Real Casa”, de donde obtiene su dominio del idioma. Muy otros fueron el perfil y la actitud de su esposo, con el que tendrá tres hijos, y del que se separará a los quince años de casados.

A poco de su matrimonio, la familia Pardo Bazán emprende un primer viaje por Francia, Italia y Austria. A su regreso, Emilia, imbuida del ideario carlista y neocatólico, siente curiosidad por el krausismo, y en la Universidad de Santiago vive de cerca la llamada “segunda cuestión universitaria” en la que los primeros opositores al ministro Orovio son dos profesores krausistas: Laureano Calderón y Augusto González Linares. Por estas circunstancias entra en contacto con Francisco Giner de los Ríos, cuya amistad la acompañará hasta la muerte de quien ella considerará “tal vez el mejor de mis amigos” y quien influye sobremanera tanto en la moderación de sus ideas, en su comprensión ecléctica de las diversas opciones de pensamiento frente al integrismo neocatólico, como en su profundo sentido patriótico y en su decidida actitud feminista.

Después de poesías juveniles, como las compuestas al regreso de las tropas victoriosas en África, y de un intento novelístico, Aficiones peligrosas, la primera incursión de Pardo Bazán en el ensayo se produce con motivo del segundo centenario del nacimiento del Padre Feijoo. De su paisano le interesa a doña Emilia el sincretismo entre razón y fe, la develación de los errores comunes y la curiosidad universal. De hecho, entre 1891 y 1893 realizará la proeza de editar como única redactora una revista bajo el título, precisamente, de Nuevo Teatro Crítico.

Por esos años se interesa sobre todo por las ideas científicas y filosóficas, que intenta conciliar, como en el caso del darwinismo, con los fundamentos de su fe católica, e ignora el género novelístico, de modo que solo tardíamente conoce a Valera, Alarcón y Galdós y publica, en 1879, su primera novela, de ambientación compostelana, Pascual López, autobiografía de un estudiante de Medicina, al tiempo que empieza a escribir cuentos. En doña Emilia se dará siempre una fuerte vinculación vital y literaria con su tierra gallega, su folklore y sus gentes, pero no gozó de las simpatías de los galleguistas, en especial de Curros Enríquez y de Manuel Murguía, que nunca le perdonó los fríos términos de su discurso necrológico sobre Rosalía de Castro.

No menor importancia para el afianzamiento de su carrera como novelista tendrá su viaje a Vichy en 1880, con una posterior visita en París al cenáculo de Victor Hugo. De entonces data su lectura de Balzac, Flaubert, Daudet y los Goncourt. Años después, escribirá a Narcìs Oller: “En España creo ser una de las pocas personas que tienen la cabeza para mirar lo que pasa en el extranjero”, para lo que cuenta con su posibilidad de viajar por toda Europa regularmente, y su conocimiento de las lenguas.

Desde la publicación de 'La cuestión palpitante', la condescendencia masculina con que había sido recibida se torna franca hostilidad

En Vichy escribe las primeras páginas de Un viaje de novios, y pronto se convierte en puntual conocedora del naturalismo de la escuela zolaesca, cuyo círculo llegó a frecuentar, y divulgadora en España de sus teorías estéticas, positivistas y experimentalistas. De todo ello da razón en La cuestión palpitante, ensayo incomprendido porque en el fondo sus tesis son más proclives a los logros estéticos del realismo propio de la tradición española del Siglo de Oro, lo que ella denominará “mi sistema de realismo armónico o sincrético”. Desde entonces, la condescendencia masculina con que había sido recibida se torna desvío o franca hostilidad, lo que le granjea calificativos como “Doña Verdades” o “la inevitable doña Emilia”.

El propio Zola llega a hablar, sorprendido por lo que de contradicción había en ello, del “naturalismo católico” de Pardo Bazán, negador por lo tanto del determinismo materialista de la herencia y del medio, pero tanto La Tribuna, interesante reflejo de la vida de las trabajadoras coruñesas de la fábrica de tabacos, como sus dos grandes novelas Los Pazos de Ulloa y La Madre Naturaleza fueron adscritas sin matices a la escuela francesa. Pero doña Emilia estaba ya entusiasmada con otra novelística que conoció también en París, gracias a sus contactos con el crítico y periodista Isaac Yakovlevich Pavlosky, objeto de otras conferencias suyas en el Ateneo, luego reunidas en el volumen La Revolución y la novela en Rusia.

La etapa galante de su vida —Juan Montalvo, Benito Pérez Galdós, Lázaro Galdiano, Blasco Ibáñez— se dejará traslucir en novelas como Insolación y Morriña, y en Realidad del propio Galdós, todas ellas de 1889. Pero la influencia mayor que experimenta sigue siendo, sin duda, la del padre de la Institución Libre de Enseñanza, quien traslada su lugar de veraneo a las proximidades de la granja de Meirás, el refugio de Pardo Bazán.

Pardo Bazán, a la izquierda, contemplando las obras del Pazo de Meirás en 1898. Foto: Archivo de la RAG

En parte, el feminismo de la condesa tiene esa misma procedencia krausista e institucionista, y con probabilidad se exacerbó a causa del cambio de actitud generalizada hacia su persona y su obra, especialmente sangrante en el caso de Pereda y, sobre todo, de Clarín, quien llega a escribir acerca del “furor literario-uterino de doña Emilia”, rechazo que se percibe desde el último decenio del siglo y que provoca, entre otras operaciones, declaradas maniobras por parte de los académicos más recalcitrantes en contra de su ingreso en la Real Academia Española. Sin embargo, tanto por su labor crítica como por la cátedra que regentó en la Universidad Central, se puede afirmar con justicia que ella fue la primera cultivadora de la Literatura Comparada entre nosotros, así como una decidida europeísta.

Por su labor crítica y por su cátedra se puede afirmar que fue la primera cultivadora de la Literatura Comparada entre nosotros

Desde la publicación de los treinta números de Nuevo Teatro Crítico, se percibe en el pensamiento de Pardo Bazán una honda preocupación, claramente prenoventaiochista, hacia la pérdida de pulso de su país, verdadera obsesión que convive con reiterados artículos de sesgo feminista y la crítica literaria, en la que el autor más favorecido es Benito Pérez Galdós. Doña Emilia ya no publicará ninguna novela de la envergadura de Pazos de Ulloa y comienza a cultivar un género que se hará extremadamente popular en los decenios siguientes, la novela corta, de las que llegará a producir no menos de diecinueve títulos.

El pintor Joaquín Vaamonde, que inspirará la figura de Silvio Lago, el protagonista de la novela decadentista de 1905 La Quimera, tras retratarla se convierte en su protegido ante la aristocracia capitalina, y después de una corta vida despilfarrada, muere acogido precisamente en las Torres de Meirás.

La escritora, desengañada de la vida literaria que tanto había cultivado con la pluma y con el trato personal en tiempos anteriores, divide ahora su tiempo entre su predio gallego y su casa de Madrid, convertida en un salón que frecuentan ya escritores de la generación más joven, en especial Miguel de Unamuno. También goza de la amistad de Azorín, pero sufre la enemiga de Pío Baroja. Con todo, el noventaiochista que destacará en sus preferencias literarias será su paisano Valle-Inclán. Una deriva conservadora del pensamiento de la condesa caracteriza los últimos años de su vida, marcados asimismo por un recio sentimiento patriótico y por ciertas ínfulas místicas que en su literatura se vierten, sobre todo, en su última novela extensa, Dulce dueño, de 1911.

Los intentos teatrales de la condesa, realizados tardíamente, y estimulados quizá por la incursión en los escenarios de Pérez Galdós, representan otros tantos fracasos. Solo cuatro de sus piezas llegaron a estrenarse, sin alcanzar ni con mucho el eco que la obra de su autora había logrado en lo novelístico y seguía mereciendo con sus cuentos y novelas cortas. Una afección gripal, complicada con su diabetes, le provocará la muerte el 12 de mayo de 1921. Fue enterrada en el cementerio madrileño de San Lorenzo, muy lejos de la capilla de las Torres de Meirás adonde Emilia Pardo Bazán debería regresar cien años después por pura y justa memoria histórica.