Francisco González Ledesma

Entregado en cuerpo y alma a lo criminal, Francisco González Ledesma fue lo más parecido a un Erle Santley Grey de Poble Sec que ha existido jamás.

Nació de madrugada, en un momento de cansancio, en un momento más bien sórdido. En un descanso del interminable e intermitente tecleo de una por entonces aún no vieja máquina de escribir. El año era 1952. El tipo que tecleaba, un joven Francisco González Ledesma, aún futuro abogado, apenas tenía 25 años, y lo que fuese que acababa de nacer era un nombre, su nombre de guerra, su nombre vaquero: Silver Kane. El nombre que le convertiría en escritor, la clase de escritor cowboy que había soñado ser desde niño. Porque cuando niño, Silver Kane cambiaba historias por bocadillos en el patio del colegio. O eso había contado el último representante de la pulp fiction española, autor de cientos de novelas, a una por semana, protagonizadas por vaqueros, sí, pero también por agentes secretos y, cómo no, detectives, novelas que alimentaban a una sociedad aburrida, que miraba alrededor y sólo veía tonos sepia, una sociedad necesitada de héroes, color, otros mundos, mundos que se gestaron de madrugada, en escritorios cargados de libros y ceniceros repletos de colillas de tipos como Paco Ledesma, de tipos como Miguel Gallardo, más conocido como Curtis Garland, que nutrieron con sus historias aquella fábrica de sueños en que se convirtió la editorial Bruguera.



Pocos fueron los que lograron salir de aquella fábrica (de entrega semanal) convertidos en lo que realmente eran: escritores. A pocos se les permitió acceder al mundo de la Literatura, con mayúsculas, y los que lo hicieron, tuvieron que luchar por un prestigio que el pulp (y sus seudónimos) les había arrebatado. Entregado en cuerpo y alma a lo criminal, su formación le convirtió en lo más parecido a un Erle Santley Grey de Poble Sec que ha existido jamás (aunque él evitó a Perry Mason y se centró en un Marlowe atado a una placa en la que nunca creyó demasiado), y su creación, el inspector Méndez, le permitió tanto acariciar la ciudad en la que había crecido, como golpearla, pues de todos es sabido que la novela negra es una buena manera, si no la mejor, de retratar un ecosistema, la sociedad dentro de la sociedad, y de eso supo, como nadie, Ledesma. Con su vino peleón, sus bolsillos repletos de libros, su traje negro, de funeral, su Colt de 1912 (más una amenaza que un peligro real), Méndez peinaba una Barcelona de delincuentes de poca monta que fue creciendo y olvidándose de sí misma a medida que Méndez cumplía años y seguía negándose a ascender porque siempre, desde el principio, se sintió demasiado viejo para hacerlo, o tal vez, como al propio Ledesma, nunca le interesaron las altas esferas.



Méndez tenía de presuntamente mezquino todo lo que Ledesma tenía de encantador, pero, ¿quién podía juzgarle? Era un tipo solitario, que sufría de reúma e impotencia, dedicado, buena parte de su tiempo, a vigilar bares y urinarios, a perseguir a prostitutas, a otear los bajos fondos de una ciudad que, en su última aventura, Peores maneras de morir, la aventura, o desventura, en la que llegó el fin del inspector, el fin de un mundo (propio), el del escritor, que había llegado a la última página cargado de pesimismo y mala leche, se había vuelto fría y calculadora, irreconocible, una postal turística sin alma decidida a olvidar que una vez habían existido tipos como Méndez. Tipos como el propio Francisco González Ledesma, que, a su manera, agigantaron su leyenda, sirviéndose únicamente de las historias que poblaban su cabeza, historias que habían crecido, como ellos, en sus calles, entre su gente, por qué no, en lugares como el apartamento con vistas al patio de vecinos, al que sólo se accedía por la puerta de un bar (y que únicamente tenía una cama y un bidé, ni cocina, ni teléfono, ni televisión) en el que vivía, y vivirá para siempre, Ricardo Méndez. Porque los escritores mueren, pero sus mundos, no.