Emilio Lledó. Foto: Sergio Enríquez-Nistal

"Recojo este premio y me escaqueo", dice Emilio Lledó (Sevilla, 1927) al tiempo que se deja caer en el sillón. Está cansado. Veinte días atrás se enteró de que había ganado el Nacional de las Letras, después viajó a México y esta misma tarde, al terminar la entrevista, recibirá en la Casa de Lector, en Madrid, el Premio Antonio Sancha de la Asociación de Editores de Madrid. Es el reconocimiento a toda una vida dedicada a la filosofía, con libros como El silencio de la escritura, Elogio de la infelicidad o Los libros y la libertad. Pero quien fuera alumno de Gadamer y Löwith prefiere que le llamen, simplemente, profesor: "No me gusta decir que soy un filósofo; quiero pensar que he sido un funcionario de la filosofía. Alguien que ha sido muy feliz dando clase y que ha disfrutado muchísimo comunicando lo poco que sabía". Quizá porque la conoce desde dentro, es muy crítico con la universidad española; con lo que era en el pasado, cuando él estudió, y con lo que es ahora, según él "un sistema asignaturesco que fulmina el entusiasmo de los estudiantes".



En 1952 Lledó renunció a ese sistema y se fue a Alemania para hacer el doctorado en Filosofía. "Tenía poco más de veinte años y me fui con lo puesto, con una maleta de cartón y sin saber apenas nada de alemán. Cuando llegué a la Universidad de Heidelberg y vi cómo funcionaban allí las cosas me quedé maravillado. No existían las asignaturas. La enseñanza se dividía en temas: un semestre dabas los coros de las tragedias de Eurípides, al siguiente la comedia de Aristófanes y al otro el Libro Segundo de la Historia de Tucídides. Teníamos seminarios y había disciplina, pero el profesor no era, como en España, un hombre encargado de darte apuntes infantiloides para después examinarte". Lledó habla de "la muerte de la universidad en España", que ha estado, según él, precedida de una lenta agonía. "La culpa la tiene esa concepción cuadriculada de la enseñanza que hace que los alumnos se obsesionen con que están en la universidad para ganarse la vida", dice.



Cuenta que en Alemana pudo comprobar "la pasión intelectual de los estudiantes", conocer lo que era realmente la universidad como un espacio propicio para la reflexión. "Yo tenía una intuición, soñaba infantilmente, si quieres, con aquello, pero no tenía una idea clara de lo que me iba a encontrar. Allí coincidí con Gadamer, que entonces no era conocido. Tenía publicado, creo recordar, un libro sobre el Filebo de Platón, y nada más. Pero era un magnífico profesor que te hacía apasionarte por la filosofía. Yo iba a todas sus clases y a los seis meses me atreví a ir a su despacho a hablar con él, yo con un alemán horrible aún, así que acabamos hablando en francés. Le di tanta pena que me acogió".



-La casa de la filosofía siempre ha sido la universidad. ¿La muerte de la universidad lleva aparejada, entonces, la muerte de la filosofía y de las humanidades?

-Eso creo, y es dramático. ¿Qué son las humanidades? ¿No somos todos nosotros seres humanos? En los principios de la filosofía, los filósofos estudiaron el agua, el aire, el fuego, la tierra, eso fue descubierto por las humanidades; lo estudiaron los filósofos gracias a su curiosidad y a su asombro. Y junto a eso descubrieron la justicia, la verdad, el bien, la sabiduría, la belleza. No debemos olvidarlo.



-¿En qué punto de la historia del pensamiento cree que nos encontramos?

-Igual que hay una crisis económica, hay una crisis mental. Y hay una crisis de juicio, de criterio. Pero al mismo tiempo la crisis es estimulante y creadora y abre nuevos horizontes. Tenemos que darnos cuenta de la fuerza de la cultura, y hacer ver su importancia. Lo he dicho varias veces. La economía es muy importante, qué duda cabe, como lo es la salud, y como lo son, por tanto, los médicos, pero lo verdaderamente productivo, incluso en cuanto a riqueza material, es la mente. Es la cultura, es la capacidad de inventar y de crear. Hay que hacer que los jóvenes amen la cultura y la lectura.



-¿Cree que la sociedad percibe la filosofía como algo lejano, algo que no ofrece soluciones a sus problemas?

-Yo confío en que no sea así, porque sería catastrófico. Los seres humanos somos seres que hablamos, que nos comunicamos; y somos seres afectivos. De esto se ocupan la filosofía y la educación. Yo soy un obseso de la educación como creadora de libertad. Creo que es la clave de todo: la educación como un espacio en donde tú y tu mente fluyen sin cuadriculaciones.



-Si tuviera que diagnosticar una enfermedad de nuestro tiempo, ¿cuál sería?

-La ignorancia, creo, y quizás también la poca reflexión y el descuido del lenguaje. Pero sobre todo la ignorancia y lo atrevida que es. Esto lo observo en determinados políticos. Es como si el poder les diera la facultad de hacer y decir cualquier cosa, aun sin tener la menor idea de lo que están haciendo y diciendo. Creo que la ignorancia es una desgracia, como lo es la indecencia, así que si estos políticos no estuvieran sobre mí yo no tendría nada contra ellos. El problema es que el indecente y el ignorante nos gobiernan.



Por último, y antes de que el salón se llene de periodistas, escritores y amigos que le felicitan por su último premio, Lledó hace una breve, pero intensa defensa de la política, y advierte del "peligro" que supone "equipararla" con quienes la ejercen. "Hay que tener claro que la política es fundamental. Aristóteles dijo que es la más arquitectónica de las ciencias, pues organiza lo público y lo colectivo, los estados y la justicia, y permite la lucha por la igualdad".