Amanda Vaill

Traducción de Francisco Jordá. Turner, 2014. 570 páginas. 27 euros

Mientras mucha gente huía aterrorizada de las crecientes atrocidades de la Guerra Civil española a finales de la década de 1930, tres parejas -los brillantes jóvenes fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro, los escritores Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, y los comprometidos periodistas Arturo Barea e Ilsa Kulcsar- se lanzaron de lleno a la contienda. Como narra Amanda Vaill en Hotel Florida, arriesgaron sus vidas para influir en la opinión pública y enardecer la voluntad política, encarando con valor sus senderos hacia un nuevo destino.

No cabe duda de que los extranjeros iban en busca de la verdad, pero, como dijo Hemingway, “es muy peligroso escribir la verdad en una guerra, y es muy peligroso averiguarla”. Lo que empezó como un conflicto interno no tardó en aumentar de intensidad. Los soviéticos apoyaban al Gobierno republicano. Un pacto de no intervención mantuvo al margen a Inglaterra y Francia. Italia y Alemania prestaban apoyo secretamente a los rebeldes de Franco, y Hitler ponía a prueba estrategias de bombardeo que más tarde utilizaría en Polonia. Al mismo tiempo, las cruentas batallas resultantes, que se prolongaron a lo largo de casi tres años cobrándose unas 400.000 vidas, fueron las primeras seguidas por los corresponsales de prensa desde las trincheras, ya que, como señala Vaill, durante la Primera Guerra Mundial les estaba vedado el acceso al frente.

Ya fuese por el veneno de la proximidad, la fascinación de la fama inmediata o un compromiso redoblado con la causa, quedaron atrapados, yendo y viniendo entre París, Nueva York o Moscú y el frente, recurriendo a toda clase de artimañas para obtener los contratos, los visados y los pases de prensa que los llevasen de nuevo a donde estaba la acción. Y los caminos de todos ellos se cruzaron en el que una vez fuese el lujoso hotel Florida de Madrid, donde los estallidos de las bombas hacían temblar las paredes de piedra, y el portero, don Cristóbal, se afanaba por proteger su colección de sellos detrás del mostrador de la recepción. A lo largo de las páginas de Vaill desfilan personajes fascinantes, igual que un día deambularon por el vestíbulo del hotel y como lo hicieron en su magnífica biografía de Sara y Gerard Murphy, Everybody was so young [Todos eran tan jóvenes].

De París llegó André Friedman, emigrante húngaro de 22 años, con su cabello alborotado, su vieja chaqueta de cuero y su Leica preparada, aún en proceso de convertirse en Robert Capa, un “rico, famoso (e imaginario) fotógrafo estadounidense”, cuyos honorarios eran tres veces superiores a los del desconocido Friedman. Su elegante pareja polaca, que tomó el nombre de Gerda Taro, blandía una Rolleiflex y había cambiado las faldas y los tacones altos por los monos de trabajo y las tradicionales alpargatas. En los largos días en las trincheras, organizaban escenas de batalla simuladas que produjeron una de las fotos más memorables del mundo: la imagen de Capa de un soldado al que acaban de disparar, probablemente alcanzado por la bala de un francotirador enemigo durante la simulación de un ataque, haciendo “realidad una atroz ironía”, escribe Vaill.

Vaill no ofrece un análisis crítico, sino que se basa en anécdotas fruto de una investigación exquisita

Cada vez con más frecuencia presenciaban cosas tan espeluznantes como absolutamente reales. Madrid y Barcelona se habían convertido en “un paisaje como nadie había visto nunca antes”, un paisaje bélico, ahora familiar, de coches destrozados por las bombas y edificios abiertos por las explosiones “como gigantescas casas de muñecas”. Mientras las bombas caían, Capa permanecía al descubierto y seguía apretando el disparador, “una tarea lúgubre pero necesaria para él”. Vaill registra minuciosamente todo lo que pasó a través de su lente -los ataques aéreos, los kilómetros de refugiados, los niños asesinados y el llanto de sus madres- a medida que la visión audaz e inmediata de Capa redefinía la fotografía de guerra: “Desenfocadas, caóticas, mal encuadradas, inmediatas y terroríficas, eran fotografías de la verdadera cara de la guerra”.

Vaill dice de Hotel Florida que es un “reconstrucción” basada en cartas, diarios, biografías y material filmado que componen un electrizante retrato de grupo. Para narrar la historia no ofrece un análisis crítico, sino que se basa en anécdotas fruto de una investigación exquisita y se recrea en la emoción de los detalles congelados: un nido de ametralladoras hecho con libros de texto amontonados; una barricada improvisada con las maletas de una consigna; los refugiados acampados con su cabras y todos sus enseres en los salones dorados de los palacios madrileños; el paquete rosa que queda en la calle después de que hayan retirado el cuerpo de su propietario muerto. La escritura de Vaill es ágil, inmediata e íntima. Y su mezcla de amor-odio por Hemingway -que llegó tarde desde Cayo Hueso pasando por París, bien provisto de jamón enlatado y esperando a Martha Gellhorn, su intrépida reportera rubia- brinda una lectura maravillosa.

Él la llamaba Mooky, y ella a él, Scrooby. Reservaron habitaciones contiguas, pero para Hemingway ni siquiera una aventura extramatrimonial de altos vuelos podía competir con lo que él llamaba el fuego “rot-pop-pop” de las ametralladoras y los “divinos combates puerta a puerta”. Los asesores soviéticos de la República lo manipulaban a su antojo, invitándolo a las habitaciones llenas de humo “repletas de gente que hacía que pasasen cosas”, escribe Vaill. “Todo estaba calculado para apelar al gusto de Hemingway por ocupar una posición privilegiada, por saber y tener cosas que otros no sabían ni tenían”. Cumpliendo con las expectativas, sus crónicas ensalzaban la causa republicana.

Y cuando el texto estaba listo, se dedicaba a divertir a sus compañeros corresponsales, a los oficiales soviéticos y a los estadounidenses que combatían en el batallón Lincoln de las Brigadas Internacionales sirviéndoles whisky y poniéndoles discos de Chopin, todos en fraternal borrachera. “De abrevadero en abrevadero”, relata Veill, iban del bar Miami a Chicote, donde en una ocasión una chica de la oficina de prensa hizo un striptease al que llamó “La viuda del general Mola”. Mientras tanto, Gellhorn iba de un lado a otro como un escudero en el papel de “guapa de la fiesta de fin de semana de una universidad de élite”, y pasaba su tiempo libre comprando pañuelos, zapatos hechos a mano y una esclavina de zorro plateado, molesta por el ruido y la comida y haciendo saltar los fusibles del hotel con su calentador eléctrico.

La mezcla de amor-odio que siente Vaill por Hemingway brinda una lectura maravillosa

España era el lugar donde había que estar. Algunos escritores, como Eric Blair (George Orwell), eran auténticos convencidos. Otros eran excursionistas dedicados a contemplar el espectáculo morboso. Una mañana temprano un bombardeo al hotel Florida pilló a John Dos Passos descalzo junto con el piloto y escritor Antoine de Saint-Exupéry ofreciendo pomelos frescos a todas las mujeres que pasaban. Llegó Lillian Hellman. Dorothy Parker se presentó con un extravagante sombrero rosa. Luego llegó Langston Hughes, por no mencionar a Errol Flynn.

Al mismo tiempo, la exposición que hace Vaill de la guerra y de sus testigos voluntarios confirma nuestra necesidad de un relato frente a la atrocidad, de algo que vaya más allá de la propaganda. Al final, la fe en la verdad y el poder de la narración los salvó a todos, casi. Taro, a la que los brigadistas llamaban la pequeña rubia, fue aplastada por un tanque y murió a los 26 años. Capa, a pesar de estar destrozado por la pérdida, siguió adelante y se convirtió en uno de los fotógrafos más conocidos del siglo XX. También Gellhorn llegó a ser una estrella. Más tarde se casó con Hemingway y le arrebató la exclusiva del Día D. Al final se divorciaron.

Para Hemingway, no obstante, la Guerra Civil fue la redención. Había “algo casi religioso en ello”, señaló su amigo F. Scott Fitzgerald. Cuando el humo se disipó y el escritor se recuperó de su papel de propagandista, se fue a La Habana, se sentó frente a su máquina de escribir Royal y empezó Por quién doblan las campanas. “Todo lo que tienes que hacer es escribir una frase verdadera”, le gustaba decir. “Escribe la frase más verdadera que conozcas”