Image: Siempre Susan

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Siempre Susan

Sigrid Nunez publica sus recuerdos sobre la vida que compartió con Susan Sontag

20 septiembre, 2013 02:00

Sigrid Nunez publica sus recuerdos de su suegra, Susan Sontag en el libro Siempre Susan.

Un día de 1976, una joven aspirante a escritora, Sigrid Nunez, cruza la puerta del 340 de Riverside Drive, el apartamento en el que vive, escribe, ama y piensa Susan Sontag, uno de los grandes iconos de la intelectualidad norteamericana, una figura legendaria gracias a sus polémicos ensayos, su desbordante inteligencia y su personalísimo estilo. Este primer encuentro cambiaría la vida de Nunez, que acabaría viviendo en ese mismo apartamento con Sontag al convertirse en pareja del único hijo de ésta. Los tres formarían, durante algún tiempo, una familia tan singular como controvertida. Sontag era, según Sigrid Nunez, "una mentora natural". En estas emotivas y lúcidas memorias, nos habla con sutileza y gratitud de esos años, y describe con una agudeza extraordinaria el ambiente cotidiano y académico que rodeaba a Sontag, su vida emocional e intelectual, o el efecto y las reacciones que esta extraordinaria mujer causaba cuando publicaba un nuevo libro, impartía una conferencia o, simplemente, entraba en una habitación.

Aquí puede leer el primér capítulo de Siempre Susan. Recuerdos sobre Susan Sontag (Errata naturae).


Era la primera vez que iba a una residencia de escritores y, por alguna razón que ya no recuerdo, tuve que posponer la fecha en la que se suponía que llegaba. Me preocupaba que llegar tarde estuviese mal visto. Pero Susan insistía en que no era nada malo. "Siempre está bien empezar cualquier cosa rompiendo una regla". Para ella, llegar tarde era la regla. "Sólo me preocupa llegar tarde a un vuelo o a la ópera". Cuando la gente se quejaba de tener que esperarla siempre, Susan no se disculpaba. "Me figuro que si la gente no es lo bastante lista como para llevar algo para leer...". (Pero si algunos se percataban y era ella quien al final acababa teniendo que esperarlos, no le agradaba).

Mi propia fastidiosa puntualidad llegaba a sacarlade quicio. Un día, comiendo fuera con ella, me di cuenta de que se me hacía tarde para volver al trabajo, salté de la mesa y se burló: "¡Siéntate! No tienes que estar allí en punto. No seas tan servil". Servil era una de sus palabras favoritas.

Excepcionalidad. ¿De verdad era una buena idea para nosotros tres -Susan, su hijo, yo- vivir bajo el mismo techo? ¿No deberíamos David y yo buscar algo para nosotros solos? Susan dijo que no veía la razón por la que no pudiésemos vivir juntos, incluso en el caso de que David y yo fuésemos a tener un niño. Nos apoyaría encantada de tener que hacerlo, decía. Y cuando yo expresaba mis dudas: "No seas tan convencional. ¿Quién nos dice que tenemos que vivir como los demás?".

(Una vez, en St. Mark's Place, señaló a dos mujeres con pinta excéntrica, una de mediana edad y la otra anciana, ambas vestidas como gitanas y de pelo canoso largo y suelto. "Viejas bohemias", dijo. Y añadió, bromeando: "Nosotras dentro de treinta años". Han pasado más de treinta años, Susan está muerta, y la bohemia ya no existe).

Susan tenía cuarenta y tres años cuando nos conocimos, pero a mí me parecía muy mayor, en parte porque yo tenía veinticinco y a esa edad cualquiera de más de cuarenta me parecía mayor. Pero también porque se estaba recuperando de una mastectomía radical. (Rompe una regla: cuando el personal del hospital la amonestó por negarse a hacer los ejercicios de rehabilitación que le habían recomendado, una enfermera empática le susurró al oído: "El alegre Rockefeller tampoco quería hacerlos"). Tenía la piel cetrina, y el pelo... siempre me desconcertaba que tanta gente pensase que se decoloraba el mechón de pelo blanco de su melena, cuando debía resultar obvio que el mechón era la única parte que conservaba su color verdadero. (Una peluquera sugirió que dejar una sección sin teñir resultaba menos artificial). La quimioterapia había hecho que se le cayese parte del pelo, extraordinariamente negro y grueso, si bien el que volvía a crecerle era en su mayor parte blanco o gris.

Algo chocante: cuando la vi por primera vez parecía mayor de lo que luego resultaría al ir conociéndola. A medida que recuperaba la salud parecía cada vez más joven, y cuando decidió teñirse el pelo parecía incluso más joven.

Era primavera, 1976, casi un año después de haber terminado mi máster en Columbia, y yo vivía en la calle 106 Oeste. Susan, que vivía en la esquina de la 106 con Riverside Drive, tenía una pila de correspondencia sin responder que había ido acumulando durante su enfermedad y que ahora quería contestar. Les pidió a unos amigos, los editores de The New York Review of Books, que le recomendasen a alguien que pudiera ayudarla. Yo había trabajado como asistente editorial en la Review entre la licenciatura y el máster. Los editores sabían que podía mecanografiar y que vivía cerca, así que le sugirieron que me llamase. Era exactamente el tipo de empleo ocasional que buscaba entonces: uno que probablemente no iba a interferir con mi escritura.

El primer día que fui al 340 de Riverside Drive hacía sol y el piso -un ático de numerosos y amplios ventanales- resultaba cegadoramente luminoso. Estuvimos trabajando en el dormitorio de Susan, yo en su escritorio, tecleando en su enorme IBM Selectric mientras ella dictaba andando por la habitación o tumbada en la cama. La habitación, como el resto del piso, estaba amueblada de forma austera, con paredes blancas y desnudas. Como explicó más tarde, al ser allí donde trabajaba, quería tener a su alrededor el máximo de espacio blanco posible, y trataba de mantener la estancia tan despejada de libros como pudiera. No recuerdo ninguna fotografía de familiares o amigos (de hecho, no recuerdo que tuviera colgada ninguna en todo el piso); en su lugar había unas cuantas fotos en blanco y negro (como las que vienen en los paquetes promocionales de las editoriales) de algunos de sus héroes literarios: Proust, Wilde, Artaud (acababa de terminar de editar un volumen de sus obras escogidas), Benjamin. Distribuidos por todo el piso había fotogramas de películas antiguas en blanco y negro y una serie de fotografías de viejas estrellas de cine. (Que, según recuerdo, decoraron en su momento el vestíbulo del New Yorker Theater, la sala donde proyectaban cine clásico en la calle 88 con Broadway).

Llevaba un jersey amplio de cuello de cisne, vaqueros y chanclas de goma estilo Ho Chi Minh, que, imagino, se trajo de uno de sus viajes a Vietnam del Norte. Debido al cáncer estaba tratando de dejar de fumar (lo intentaba y fracasaba y lo intentaba de nuevo, una y otra vez). Se terminó un bote entero de maíz frito que acompañaba con cortos tragos de agua de una jarra de plástico.

La pila de cartas era desalentadora; llevó muchas horas terminar con ellas, pero lo que nos hacía avanzar absurdamente despacio era que el teléfono no hacía más que sonar, y cada vez que sonaba Susan contestaba y se ponía a charlar (en algunos casos durante bastante rato) mientras que yo permanecía allí sentada esperando y, cómo no, escuchando, o a veces acariciando al gran perro de su hijo, un Alaskan Malamute ávido de atención. La mayoría de los que llamaban eran personas cuyos nombres yo ya conocía.

Deduje que le espantaba el modo en que mucha gente respondía a la noticia de su cáncer. (Aunque yo todavía no lo sabía, Susan ya estaba tomando notas para lo que se convertiría en su ensayo La enfermedad como metáfora). La recuerdo describiendo el cáncer a uno de sus interlocutores como "la enfermedad imperial". La oí comentar a bastante gente que las recientes muertes de Lionel Trilling y Hannah Arendt la habían dejado "huérfana". Indignación feroz al contarnos cómo alguien le había dicho no extrañarse de que Trilling tuviera cáncer, pues "seguro que no se había follado a su mujer en años". ("Y era un académico el que hablaba"). Odiaba admitirlo, pero lo hacía con arrojo: uno de sus primeros pensamientos cuando le comunicaron que tenía cáncer fue: "¿Será que no he tenido suficiente sexo?".

Una de las llamadas fue de su hijo. David, un año más joven que yo, tras abandonar sus estudios en Amherst, había vuelto recientemente a la universidad y estaba en su segundo año en Princeton. Tenía donde quedarse en Princeton, pero la mayoría de la semana vivía con su madre. Su habitación (que pronto sería la nuestra) estaba justo al lado de la de Susan. El trabajo la aburría. Tras ocuparnos nada más que de unas cuantas cartas, propuso hacer una pausa para comer. La seguí hasta el otro extremo del apartamento, atravesando pasillos cubiertos de libros y un comedor, del que admiré su elegante y larga mesa de madera con dos bancos a juego (una vieja mesa de granja francesa, me informó) y un póster enmarcado de una Olivetti antigua (la rapidissima) colgado en la pared de detrás. La mesa del comedor solía estar cubierta de libros y periódicos, y casi siempre se comía en la cocina, en un mostrador de madera que alguien había pintado de azul oscuro.

Me senté en una banqueta ante el mostrador, bastante cohibida mientras la veía calentar una lata de crema de champiñones Campbell's. Con añadir una medida de leche daba para dos. Me sorprendió verla tan locuaz. Yo estaba acostumbrada al jerárquico mundo de The New York Review, cuyos editores nunca charlaban con el personal. Ese día supe que el anterior inquilino del apartamento había sido su amigo Jasper Johns; varios años antes, cuando Johns decidió mudarse a otro sitio, Susan se quedó con el alquiler. Pero, lamentablemente, no creía que la dejaran permanecer allí; el propietario del edificio quería el apartamento para sí. Era obvio por qué Susan quería quedarse: un amplio ático de dos habitaciones en un atractivo edificio de antes de la guerra, una oferta estupenda por unos -si no recuerdo mal- 475 dólares al mes. El enorme salón parecía incluso más grande, al tener tan pocas cosas (incluso había algo de eco). Pero lo que más echaría de menos, decía, sería la vista: el río, las puestas de sol. (Aquella magnífica vista hubiera sido incluso mejor desde el exterior, pero la terraza estaba hecha un lío: era donde el perro hacía sus cosas). En el otro extremo del apartamento, visto desde los dos dormitorios, había una habitación mucho más pequeña, en su día el cuarto de servicio, con un aseo. Por aquel entonces dormía allí un amigo de David. Cuando me mudé, pasó a ser mi estudio. ("Eres la única que tiene dos habitaciones en esta casa", dijo Susan, herida, acusadora, cuando, tiempo después, le dije que me iba del '340').

Tras la comida me hizo un montón de preguntas sobre cómo era trabajar para los editores Robert Silvers y Barbara Epstein en The New York Review, y cómo fue estudiar con Elizabeth Hardwick, que había sido una de mis profesoras en Barnard y que también estaba en el consejo editorial de la Review. Estaba claro que estas tres personas despertaban su más profundo interés -o incluso fascinación- y supe que su amistad y aprobación lo eran todo para ella. Los tres habían estado entre los fundadores de la Review en 1963. Susan pensaba que la Review era muy superior a cualquier otra revista del país -un esfuerzo "heroico" para elevar la vida intelectual americana a los estándares más altos que fuese posible- y estaba orgullosa de escribir para ellos desde el primer número. Sus ensayos los editaba Silvers: "Con diferencia el mejor editor que he tenido jamás". El mejor editor que cualquier escritor podría tener, decía. Al igual que a otros colaboradores de la Review, la asombraba el solemne respeto que Silvers tenía hacia los escritores, su perfeccionismo y el intenso esfuerzo que ponía al revisar los artículos para su posterior publicación. Era una de las personas más inteligentes y dotadas que había conocido, decía, y probablemente el más trabajador: casi siempre se encontraba ante su escritorio, los siete días de la semana, incluyendo las vacaciones, de la mañana a la noche, y a menudo muy entrada la noche. Poseía el tipo de disciplina, pasión intelectual y rigor que Susan más admiraba en los demás, e inspiraba en ella la misma veneración que, en general, sólo le inspiraban los escritores y artistas más serios.

El orgullo que sentía al escribir para The New York Review igualaba al de publicar con Farrar, Straus and Giroux. De hecho, su conversación telefónica más larga e íntima de ese día fue con Roger Straus, quien, a la cabeza de la editorial, había publicado el primer libro de Susan trece años atrás y seguiría publicando todas sus obras. No era raro que ambos hablaran al menos una vez al día. En aquel momento Susan no tenía agente literario, y además de publicar sus libros, Straus se ocupaba de ciertos asuntos con los que un editor normalmente no lidiaría, como tratar de colocar sus relatos y artículos en revistas. Pero la suya no era solamente una relación profesional; eran buenos y viejos amigos, confidentes el uno del otro, y además Straus estaba involucrado en muchos aspectos de la vida extraliteraria de Susan, incluyendo la crisis de su enfermedad y, cuando llegó el momento, su búsqueda de un nuevo apartamento. Aunque David ya tenía diez años cuando Susan y Straus se conocieron, Straus a menudo se refería a él como «probablemente mi hijo ilegítimo». Pronto se llevó a David a su empresa, convirtiéndolo en editor de, entre otros autores, la propia Susan.

La crema de champiñones no fue suficiente. Buscó en el frigorífico, que estaba prácticamente vacío: aunque no fuese temporada había un paquete de mazorcas envuelto en plástico. Tras comernos el maíz dijo: «Por supuesto, no me apetecía nada de esto. Lo que de verdad quería era un cigarrillo». Yo acababa de dejarlo, pero cuando me mudé allí volví a fumar de nuevo. Los tres fumábamos, como le ocurría a muchos de los que venían al apartamento.

Cuando me fui ese día, el sol se ponía sobre el Hudson, pero habíamos resuelto bastante poco. Susan me pidió que volviese en unos días. Recuerdo que, mientras caminaba hacia mi casa, pensé en lo despreocupada y abierta que había sido conmigo: mucho más como alguien de mi edad que como al guien de la generación de mi madre. Pero siempre era así con la gente joven, y tampoco existía la típica distancia generacional entre ella y su hijo; su hijo, al que comenzó a tratar como a un adulto incluso antes de que fuese al instituto, sin mostrar la menor duda de que así habían de ser las cosas. Cuando pienso ahora en esto, no puedo evitar pensar también en algo de lo que Susan hablaba a menudo: su recuerdo de la infancia como una época de aburrimiento total, y lo mucho que había deseado que acabase. A mí siempre me costó entenderlo (¿Cómo la infancia de alguien -incluso aquella poco feliz- podía describirse como «un desperdicio total»?), pero ella quería que la infancia de David también acabase lo antes posible. (Y resultó que él también recordaba su infancia como un tiempo triste, empleando la misma frase que Susan a menudo usaba para describir la suya propia: una pena de cárcel). Era como si, de algún modo, no creyese realmente -o quizá, mejor dicho, no viese ningún valor- en la infancia.

Para David se convirtió en «Susan» cuando aún era un niño, y su padre, el sociólogo y crítico cultural Philip Rieff, era «Philip»; David me contó que no podía imaginar llamarlos «papá» y «mamá». Y cuando Susan hablaba con David sobre su padre -con quien se casó cuando era una estudiante de diecisiete años en la Universidad de Chicago y él un profesor de veintiocho, y del que se divorció siete años más tarde- también se refería a él como Philip. David raramente decía «mi madre» cuando hablaba de ella, y yo me habría sentido rara diciendo «tu madre». Era sempre Susan1. (Una vez, en mis primeros días de trabajo en The New York Review, Robert Silvers dijo: «Ponme al teléfono con Susan». Mientras buscaba en el archivo giratorio de fichas, dije: «¿Susan qué?». Barbara Epstein, que también estaba allí, se echó a reír cuando lo oyó. ¿Susan qué?, repetía, sacudiendo la cabeza, y comprendí que se estaba riendo de mí).

Nombres. Susan confesó que nunca la había entusiasmado que le pusieran un nombre tan aburrido y corriente. («No tienes pinta de Susan», decía, imitando a toda esa gente que se lo decía). Se enfadaba y corregía bruscamente a cualquiera que la llamase Sue. En general no le gustaban los diminutivos ni los motes, aunque a menudo a David (a quien le puso el nombre por la estatua de Miguel Ángel) lo llamaba Dig.

En aquellos años, ni la madre ni el hijo tenían contacto alguno con el padre. Pero una vez, cuando los tres íbamos en coche a Filadelfia, donde habían invitado a Susan a dar una charla, y donde ahora vivía el padre de David con su segunda mujer, Susan se dirigió a David desde el asiento trasero: «Creo que deberías llevar a Sigrid a que conozca a Philip». Así que al día siguiente, antes de volver a Nueva York, condujimos hasta casa de Philip Rieff. Susan dijo que ella se quedaría en el coche. No habíamos avisado de nuestra visita y cuando llamamos no hubo respuesta. Pero a través de un pequeño panel de vidrio en la puerta principal se podía echar un vistazo al interior, donde estaba -David me la señaló- la colección de bastones de su padre.

Nunca conocí a Philip Rieff. Pero cuando leí que murió, en 2006, enseguida pensé en aquellos bastones y sentí una punzada de pena.

Por aquel entonces había leído muy pocos escritos de Susan. Su obra no entraba en los programas de ninguna de las asignaturas que había elegido en la universidad, y recordaba que la habían nombrado una sola vez. Un profesor dirigió nuestra atención hacia el hecho de que Philip Rieff, el editor de los textos de los papeles de Freud que figuraban en nuestra lista de lecturas recomendadas, había estado casado con Susan Sontag, quien, tras su divorcio, escribió un libro titulado Contra la interpretación, que a él, dijo el profesor con una risilla, siempre le había parecido hilarante.

En aquel momento existía una librería de viejo llamada Pomander en la calle 95 Oeste. Allí encontré las ediciones de tapa dura de las dos novelas, El benefactor y Estuche de muerte, y las dos colecciones de ensayos, Contra la interpretación y Estilos radicales, que Susan había publicado hasta el momento. (Por aquel entonce había dirigido, además, tres películas. Seguramente, otra razón por la que me parecía tan mayor era que ya había conseguido hacer muchas cosas que la habían hecho famosa desde que yo era una niña). Mientras pagaba los libros, el librero dijo: «Ah, Susan Sontag, viene por aquí a menudo». (Sin duda cada vez que iba a ver una película al viejo cine Thalia, que estaba al lado). «Pero ahora está muy enferma. Se está muriendo».

Recuerdo no haberme tomado estas últimas palabras muy en serio. Acababa de pasar varias horas con ella. No parecía «muy enferma». No actuaba como alguien que se estuviese muriendo. Sabía que había tenido cáncer de mama, pero aún no conocía todos los detalles. No sabía lo avanzado que estaba su caso, lo que su diagnóstico implicaba. Mi padre había muerto de cáncer no hacía tanto, pero no me pareció ver nunca a Susan amenazada del mismo modo. Podía resultarme mayor, pero era veinte años más joven que mi padre al morir. Y cuando Susan murió, tres décadas después, aunque la noticia no me sorprendió (sabía que había estado gravemente enferma), sí me conmovió. El amigo que primero me dio la noticia dijo: «Era una presencia tan vital... y que haya sido talada así es muy desalentador». Recuerdo que la palabra talada me llamó la atención; pensé que a Susan también le habría gustado. No se me ocurrían muchos otros escritores cuya muerte hubiese inspirado esa reacción. (Sin embargo, inmediatamente se me viene a la cabeza aquel famoso escritor de ficción, cuya muerte en Venecia, según nos cuentan, fue recibida por el mundo -a pesar de que fuese un hombre anciano- como un shock2). Aunque ella estuviese a punto de cumplir setenta y dos cuando murió, aunque padeciese una forma de leucemia casi con seguridad incurable, era como si su vida hubiese sido brutalmente seccionada, como si la hubiesen abatido en la flor de la vida. Talada.

Supe después que había otra mucha gente que había sentido la misma conmoción que yo, y hubo personas que, a pesar de la edad de Susan y de lo letal de su enfermedad, creyeron firmemente que superaría este cáncer al igual que anteriormente había superado los cánceres de mama y de útero. Y ahora me parece que haber sido una persona así, alguien que sorprende a los demás por ser demasiado fuerte y resistente, demasiado vivo para morir, dice algo realmente maravilloso acerca de Susan. Y convierte su propio comportamiento extremo -tal como lo describió David tras su muerte, su insistencia en su propia excepcionalidad, su rechazo a admitir que su caso no tenía solución, que la muerte no era sólo inevitable, no sólo estaba cercana sino aquí- en algo, si no menos ilusorio, quizá un poco más comprensible.

Leí sus cuatro libros muy rápido, uno tras otro. Tenía la sensación (que resultó profética) de que en poco tiempo me preguntaría cuáles había leído, y que la respuesta correcta era todos. Y, como muchos otros lectores de su obra, encontré fascinantes los ensayos y algo arduas las novelas.

En aquel momento yo estaba embelesada con Virginia Woolf. Se lo debía a la catedrática Hardwick, que no sólo había sido mi profesora sino también la primera escritora profesional que conocí, y acerca de la cual Susan solía decir: «Escribe frases más bellas que cualquier otro escritor estadounidense vivo». A veces Susan soñaba con poner «más Lizzie» en su propia prosa. Además de construir frases proporcionadas y de hermosa cadencia, Hardwick era, según Susan, «la reina de los adjetivos».

La propia escritura de Susan era estimulante, dramática; densa y con lo que nos gusta llamar ideas «provocadoras», expresadas con audacia. Pero en lo que respecta a su estilo... no tenía un estilo bonito. No escribía frases bellas, y si había algo que admirar en las novelas, yo no lo capté. Esto me decepcionó, porque unos cuantos años antes me había encandilado una historia suya publicada en The Atlantic Monthly, «Proyecto para un viaje a China», una pieza híbrida, era tanto un ensayo como un relato, una obra de imaginación o al menos de invención, una obra que recorté y guardé (más adelante Susan la incluiría en Yo, etcétera, su única colección de relatos cortos). Pero pasarían muchos años antes de que escribiese una novela que me gustase: El amante del volcán, publicada en 1992.

En algún momento de mediados de los ochenta, cuando se esmeraba en escribir sus recuerdos sobre una visita que había hecho de adolescente a la casa de Thomas Mann (al final se publicaron en forma de relato corto, con el título «Peregrinaje», en The New Yorker), me contó que había tenido una revelación sobre su ficción, sobre sus carencias. Tenía que ver con los detalles, dijo. Aunque era una gran admiradora de la prosa de Nabokov, no seguía su famosa regla: acariciad los divinos detalles. Parte del problema, decía, era que ella no se percataba realmente de los detalles del mismo modo en que lo hacía un escritor como Nabokov; o si se percataba, después no se acordaba de ellos. Por ejemplo, aquel día no podía recordar casi nada en concreto de la casa de Thomas Mann. Era muy frustrante, decía, ahora que deseaba escribir aquel relato.

Si esto era un punto débil en su obra, lo corrigió con afán al sentarse a escribir su siguiente novela. El amante del volcán está saturada de ese tipo de detalles específicos y sensuales que no se encuentran en su escritura anterior.

Yo no escribía un diario en aquel momento -o si lo hacía, ha desaparecido hace mucho-, así que no puedo precisar con exactitud cuántas veces fui a ayudar a Susan con sus cartas, pero me parece que fueron sólo tres o cuatro. Y creo que fue la segunda vez que acudí cuando conocí a su madre, que vino de visita a la ciudad: una mujer menuda, de aspecto delicado (su hija resultaba corpulenta a su lado), con una melena que le llegaba hasta el mentón teñida de negro intenso. Parecía una vieja de los años veinte, como una Louise Brooks anciana. Carmín rojo y largas uñas también rojas. Recuerdo que llevaba algunas joyas, creo que anillos. ¿La recuerdo o me invento una boquilla para el cigarro? Definitivamente, recuerdo que fumaba. («No iba a hacerlo, delante de Susan», me dijo. «Pero cuando vi que David y los demás lo hacían...»).

Ese día, cuando Susan y yo nos quedamos solas, me habló -a su manera: abierta y confianzuda- de su familia. Me contó que apenas veía a su madre, que se había ido de casa a los dieciséis y que desde entonces ella y su madre no habían tenido mucho trato. Cuando su madre supo lo del cáncer, le envió una manta eléctrica. Ella puso los ojos en blanco y se encogió de hombros, como si hubiese sido un gesto fuera de lugar. Ese día, recuerdo que me habló de su madre con franqueza pero sin amargura. Después, sin embargo, diría tantas otras cosas y con tanta intensidad que su madre se convirtió en alguien casi mítico: una mujer fría, egoísta y narcisista que nunca mostró ningún tipo de afecto por Susan, que nunca animó a su talentosa hija, que no parecía ni siquiera haberse dado cuenta de que tenía una hija con talento. «Yo llevaba a casa boletines de calificaciones escolares perfectos y ella los firmaba sin decir palabra. Nunca me alabó y nunca mostró el menor interés por mi educación».

La Mala Madre. La Dama Dragón. (De nuevo, para David era «Mildred», nunca «la abuela»). Además era tacaña. «Nunca me dio ni un centavo. Cuando dejé el instituto estaba sola. Podría haberme muerto de hambre». Todo el que conociera a Susan sabía esta historia y lo profundo de su resentimiento. Se veía como una niña desatendida, abandonada, incluso.

Muchos de sus cuidados se los habían encomendado a otra mujer, Rosie, una mujer irlandesa-estadounidense que Susan describía como analfabeta, y que volvió a la vida de Susan después de que naciera David. («Bromeábamos diciendo que por eso éramos tan parecidos», decía Susan. «Porque tuvimos la misma cuidadora»).

Lo escuchábamos una y otra vez: A mi madre nunca le importó lo que me pasase. Mi madre nunca se ocupó de mí. Podría muy bien haber ocurrido ayer. Una herida jamás curada.

Tenía un padrastro del que había tomado el apellido, y una hermana pequeña. Aunque no hablaba de ellos con el mismo resentimiento con el que hablaba de su madre, contaba que también los sentía lejos porque no tenían nada en común. Ella era la única intelectual, la única con pasión por la cultura, la única interesada en política. Su escritura, sus distinciones, su brillante carrera: nada de esto significaba mucho para sus parientes, decía; el mundo de Susan les resultaba de otro planeta.

Supe entonces que «Proyecto para un viaje a China» era -tal como parecía- totalmente autobiográfico. (Poco habitual para ella, me explicó. Nunca fue la clase de autora que escribiese directamente acerca de su experiencia personal. De hecho, «Soy antiautobiográfica», decía).

Su padre había muerto de tuberculosis cuando ella tenía cinco años. Su madre esperó varios meses para revelarle que nunca volvería de China, adonde había ido en viaje de negocios, y lo hizo sin darle mucha importancia, como si no hubiese nada por lo que agobiarse. Y entonces: «Bum», dijo Susan, «tuve mi primer ataque de asma». Su asma resultaría ser lo suficientemente problemática para que, por prescripción médica, la familia dejase la ciudad de Nueva York, donde nació Susan y, tras una breve estancia en Miami, se instalase en Tucson. Más tarde padeció también migrañas y épocas de anemia. Recordaba beberse a diario vasos de la sangre que su madre le traía de la carnicería (una imagen que me perturbó mucho).

Ya que apenas recordaba a su padre y apenas podía averiguar nada sobre él, tuvo que inventárselo. Como era de esperar, lo idealizó. No soportaba (y no sólo ella) que una persona tan corriente, poco curiosa y casi nada ambiciosa como Mildred la hubiese gestado. Se imaginaba a su padre, aunque no hubiese tenido mucha formación, dotado de una buena cabeza y de otras cualidades que ella admiraba. Pensé que tenía razón. Pensé que Jack Rosenblatt debía de haber sido un tipo estupendo. A Susan le gustaba pensar que, de haber vivido, habría sido un buen padre para ella, el único miembro de la familia con el que habría podido relacionarse, orgulloso de sus logros, capaz de compartir sus entusiasmos. Su marido, por supuesto, había sido un padre terrible. Pero ella creía que su hijo sería no sólo un buen padre sino uno estupendo. Lo decía todo el tiempo, igual que decía todo el tiempo que ella creía haber sido una madre magnífica. Cuando una vez me preguntó si creía que yo podría ser una buena madre y le dije la verdad -que no lo sabía-, se sintió decepcionada. «¿Cómo puedes decir algo así sobre ti misma?». Era como si acabase de confesarle que era una mala persona. Dijo que nunca había tenido la menor duda sobre ella al respecto. De hecho, no haber tenido más hijos era una de las cosas que más lamentaba. Habló del sentimiento «criminal» que experimentaba cada vez que veía a un bebé o a un niño pequeño. «¡Quiero raptarlos!». Incluso ver la cría de un animal le causaba dolor. Una vez vio un elefante bebé muy de cerca, contó, y se quedó tan abrumada que «lloré y lloré». (Supongo que esto debió de tener algo que ver con el hecho de que ella y David pasasen tanto tiempo separados durante la infancia de él. A menudo lo dejaba al cuidado de otra gente, a veces durante largo tiempo. Cerca de su quinto cumpleaños, por ejemplo, Susan se fue al extranjero y no lo vio durante un año largo).

Me contó que, a medida que David crecía, cada vez que ella hacía algo de manera opuesta al modo en que lo hacía su madre (por ejemplo, cuando lo animaba a que mirase en su monedero cuando quisiera sin preguntarle y cogiese lo que deseara), se otorgaba puntos. «Era tan agradable poder decir: no soy como mi madre». Y la verdad es que siempre colmaba de dinero a David.

Estoy bastante segura de que fue en mi tercera visita al 340 cuando vi por primera vez a David. Estaba saliendo del apartamento justo cuando él llegaba a casa, y Susan nos presentó rápidamente. Me sorprendí cuando, un día o dos más tarde, me llamó parapedirme que volviese: no la semana siguiente, tal como habíamos planeado, sino esa misma tarde. Y dije que sí, por supuesto, sin problema. Parecía tener urgencia. Yo no quería decepcionarla.

Cuando llegué, Susan y David y el amigo de David que estaba viviendo con ellos estaban en la cocina, tomando café. Nos sentamos alrededor del mostrador un rato, antes de que Susan y yo volviésemos a su cuarto a trabajar. Pero apenas habíamos comenzado cuando levantó las manos y dijo: «Hoy no puedo hacer esto, no estoy de humor. ¿Por qué no salimos a comer una pizza?». Se refería a los cuatro, así que los cuatro caminamos juntos hasta V&T, en Amsterdam Avenue.